Llegó lo que tenía que llegar. Una nueva Navidad. Una más, que dirán unos, y otra menos, que dirán los más escépticos ante lo que les pueda deparar la vida. Y el caso es que todos llevarán razón, porque lo dicta inevitable el calendario. Aunque hay cosas que se le escapan. Me explico.
Por ejemplo, el día justo y preciso en el que comienzan estas fiestas. Tradicionalmente el 8 de diciembre, Día de la Inmaculada y de inauguraciones particulares de alumbrados de salón y bendiciones de nacimientos de mesa camilla y acaparadores. Pero esto lo dirán quienes se resisten a dejarse llevar por la moda y los ritmos que imponen los nuevos tiempos. Los demás apostarán por fijar la fecha en el mismo momento en el que se emite por primera vez el anuncio de la Lotería de Navidad. Todo un acontecimiento social, dónde va a parar.
Mientras tanto, ha quedado ya inaugurado, oficialmente, el tiempo de los buenos deseos y la borrachera de felicidad. Muy a pesar de la resaca que nos dejará en enero, tenga cuesta o no, añado. También el de las luces, con calles revestidas de cielos de leds de colores que nos invitarán a ver las cosas, cuando menos, de otra manera.
Aunque ahora que lo pienso, este tiempo, el de las luces, no se abrió con la Navidad. Diríase que mucho antes. Desde el mismo momento en que la sociedad quedó hastiada de tanta corrupción y tanto juego de trileros siempre, siempre con los mismos espectadores. «Luces y taquígrafos» se prometieron desde el minuto uno. ¡Hágase la luz!
Y en esas andamos. Parece que, por fin, Mariano Rajoy se ha atrevido a levantarse de su poltrona para dirigirse al interruptor y darle a la luz. En este teatro de sombras que cuenta protagonistas por imputados, el que mejor ha sabido moverse en la oscuridad ha ganado la partida. Ahora se hace la luz y se anuncia que el juego ha acabado. Fin de la partida. ¡Hágase la luz! Esperemos que no le dé por pasarnos la factura ahora que ya nos hemos quedado a dos velas.