El descrédito que sufren las instituciones no es nada nuevo. Ni la del país. Cada día, se conocen nuevos datos que avalan el descrédito del sistema democrático. El último, el del CIS, según el cual, más de 6 de cada 10 españoles dicen estar descontentos con la democracia española. El indicador es un varapalo sin paliativos al gobierno, las instituciones, la situación de precariedad laboral, las medidas económicas, el funcionamiento de la justicia y, sobre todo, a las políticas y los políticos.

Cuando se conocen datos de este tipo, automática salta la pregunta: ¿de quién es la culpa? La respuesta es más complicada de formular pero existen culpables y responsables; los que han sido condenados por delitos y han lastrado la credibilidad institucional y los que, sin haber cometido delitos, han sido partícipes de esta erosión democrática a través de su (no) hacer.

Una vez pronunciada la justicia, tiene poco sentido hablar de culpables, más allá del daño que han provocado a la marca España. Y no son desahuciados, ni pensionistas, ni inmigrantes, sino empresarios, banqueros o políticos. Aunque aparte de algunos culpables, los representantes políticos, por cuanto son y por cuanto han hecho, sí son responsables de la pésima situación y de que nuestro país está entre los 30 más corruptos del mundo y el cuarto en riesgo de pobreza de la Unión Europea.

En esta vorágine destructora en la que nos encontramos, diputados y senadores se han encargado de judicializar la política española. Siendo incapaces de afrontar con honestidad y altura de miras las cuestiones de Estado, PP, PSOE y algún otro están haciendo política a golpe de mazo, con el irreversible lastre que esta práctica supone para la justicia y la política. Y aún más, están convirtiendo al tribunal garante de los derechos constitucionales, en juez y partido de decisiones que deberían ser exclusivamente políticas.

Aunque esta práctica no viene de ahora. Desde 2010, los recursos de inconstitucionalidad al Tribunal Constitucional han aumentado por la litigiosidad entre el Estado y las comunidades autónomas. Este año, sin cerrarse aún, se tiene visos de incrementar la cifra de años pasados a tenor de los recursos de inconstitucionalidad planteados contra la reforma laboral, el decreto sanitario, las tasas judiciales y, si prospera, la nueva ley de educación.

Todas estas cuestiones, sin embargo, se derivan a un órgano ajeno cuando deben resolverse a través de la política. De lo contrario, se pervierte el sistema democrático y se instrumentaliza al garante de la Constitución con fines partidistas, contribuyendo a su inexorable pérdida de legitimidad y la de sus decisiones.

Si queremos que las sentencias del Tribunal Constitucional se tomen como la máxima expresión del Estado, el primer paso es no denigrarlo a través de decisiones que corresponden a sus gestores. Sin embargo, la incapacidad de los representantes actuales para alejarse de la disputa de partidos y conformar grandes acuerdos de Estado, están destruyendo la forma constructiva de hacer política. Unas consecuencias que ya estamos sufriendo y que, de no remediarlo, lastrarán la credibilidad de las políticas, los políticos y las instituciones, si cabe, aún más. El fondo puede estar aún más profundo.

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Nació en Sevilla y pronto supo que lo suyo sería la comunicación. Es licenciado en Periodismo en la Universidad de Sevilla y Máster en Marketing Digital por la Universidad de Málaga. Especialista...