En El Salvador, da igual si te violan, si tu integridad física está en peligro o si la vida fuera de la cuevecita que es el útero es imposible para el feto: no se puede abortar bajo ninguna circunstancia. Esto es así desde 1998, cuando se reformó el Código Penal debido a la presión y al discurso de determinados grupos religiosos con poder. La retórica empleada fue simple: si no estás a favor de la penalización completa, es que estás a favor de la despenalización total, sin límites ni restricciones. ¡Qué horror! Así caló la idea en una sociedad profundamente religiosa, con el efectivo binomio del “nosotros” y “los otros”. Los otros, esos salvajes a los que no les importa asesinar un bebé, frente a nosotros, los que nos preocupamos por la vida y por las futuras generaciones. Los buenos frente a los malos.

Los pasos hacia atrás, como este que daba el país centroamericano en 1998, parecen cada vez más habituales en nuestro presente. Derechos conquistados con sudores y lágrimas ajenos que la tierra ha absorbido, ávida de progreso, y que ahora vomita en forma de proclamas tan absurdas como la pérdida de los valores tradicionales y el peligro de la propia identidad. El revés parece que viene con fuerza.

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Periodista andaluza con el ojo puesto en la cotidianidad, la juventud, la mujer y los cambios sociales. Antes en Paraninfo, Creando Conciencia y TUSSAM. Aprendiendo siempre. En Twitter: @_martinagalan