El asunto de los abusos sexuales a menores sigue siendo la gran bola de prisión que arrastra la Iglesia española desde hace años. Décadas, me atrevería a decir. Como creyente y practicante, siento vergüenza al pensar que, en alguna de las iglesias que he visitado o asistido al culto, un pederasta ataviado con alzacuello o casulla haya cometido delitos pederastas. Me da asco, muchísimo asco; también pena, desconcierto e incluso desesperación. Cuando me criaron en la educación católica, los actos impuros estaban prohibidos en la Sexta Ley. He intentado ver si la pederastia podría escalar al podio de los pecados, sin suerte. Debería tener la máxima pena religiosa.

Por eso, no entiendo que la Conferencia Episcopal Española cierre las puertas a ser investigada, incluso por ellos mismos, y liberarse de esta losa que acarrea desde hace tanto tiempo. Sobre todo, por las víctimas, que son las más importantes aquí. Si Jesucristo bajara de los Cielos, ordenaría la investigación inmediata de los abusos sexuales a menores. Al menos, eso dice la Biblia; la palabra del Señor y la misión de apostolado –campaña que cada cristiano hace para conseguir adeptos a la fe católica con una vida ejemplar, según los valores cristianos– debe ponerse de lado de los más débiles. En este caso, quienes sufrieron la pederastia de los curas. Por lo tanto, no se entiende que la Iglesia española cierre filas en este tema. Debe abrirse. No lo digo yo, lo dice el papa de Roma.

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