Nunca tuve un comportamiento ejemplar en la clase. No es que fuese de malas notas, pero siempre hacía unas cosas que colmaban la paciencia y el buen agrado de mis profesores. Eso sí: apenas tuve grandes castigos. Con la experiencia de los años, supe medir cuán graves podían ser las acciones para quedarme al filo de la navaja. Si digo este comentario, o este otro, mis compañeros se reirán, pero el profesor no tendrá grandes motivos para enfadarse conmigo, pensaba a menudo. Bendita lógica aplastante. Si tiro este avión de papel, ¿podré llegar a la pizarra? Si no llegaba, lanzaba otro. Hasta que llegase. Todo para escuchar la misma pregunta de siempre: ¿otra vez tú, Merat?

Lo hacía por pura adrenalina, no me escondo. Por la aventura de experimentar hasta dónde llegaría la paciencia de mis tutores. Aunque, como decía mi padre, siempre había alguien más fuerte, más inteligente y más gamberro que yo. A ellos les presento mis respetos desde esta tribuna; verdaderos maestros de la pillería y el lazarismo que siempre salían airosos. Llegué a pensar si, por casualidad, tenían una especie de pacto secreto con los profesores y, en el fondo, no serían castigados. Como si el alumno tuviera amenazado al profesor en secreto, porque yo nunca me atrevería a hacer lo que ellos hacían. Lo pensé de mi compañero Juan Jesús, que tiró un petardo en mitad de la clase de Religión y allí no pasó absolutamente nada.

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