«Ayer fue una noche fantástica. Lo hicimos dos, tres, cuatro, cinco veces». Más no, porque sería un invent a todas luces. Durante mucho, mucho tiempo, he escuchado a mis amigos reducir su satisfacción sexual al número de veces que ‘lo hicieron’. Como si esto fuese algo lineal; una pila que, cuando se rellena, reporta un nivel de placer estándar. Además, estos dos, tres o cuatro ‘polvos’ lo cuentan según las veces que el hombre llegue al orgasmo. Porque luego están exhaustos, se hacen una bolita debajo de las sábanas y se acaba la función. La machistada se cuenta por sí sola. ¿He dicho mis amigos? También yo, por supuesto. El disfraz de hombre perfectamente deconstruido y limpio de todo pecado me queda muy grande.

No sé cuántas veces he hecho el ridículo en la cama intentando cosas que no sabía hacer o perdiendo el tiempo con experimentos imposibles. Tropecientas, tirando por lo bajo. En esas ocasiones, me hubiese gustado aparecer detrás de mi oreja y susurrarme: «Chaval, ¿por qué no preguntas las cosas y dejas de fingir que ya lo sabes todo?» Nuestro rol de empotrador, que nos exigimos como refuerzo de la masculinidad, nos obliga a ser máquinas de placer, garantes del orgasmo de la persona –o personas– que tenemos enfrente y, todo esto, trayendo los conocimientos de casa. Voy a hacer que te corras sin que tú me digas nada, para que sepas que soy el mejor en esto. De verdad, qué pereza. Además, la sensación de reconocernos que estábamos fingiendo solo para complacer al otro es ridícula.

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