Belén Zurbano Berenguer

Se subió al autobús exhausta de demostrarle al mundo lo que ella sabía, los demás también y encima no tenía ganas de hacer. A regañadientes, pero lo había “conseguido”, lo había intentado, soportado y finalizado. Nunca unos exámenes se le hicieron tan tediosos y largos. Qué días, qué tardes…

Belén Zurbano Berenguer. Tampoco volvía con ganas especiales de nada, sólo de salirse de una rutina, al menos, para entrar en otra. No le apetecía salir, ni ver a nadie, ni plantearse las rarezas que la constituían y la separaban de los demás.
Se montó en el autobús con la maleta a cuestas y consiguió acoplarla en un espacio de cuatro asientos, de esos que van dos mirando a otros dos en una especie de cuadrado en la parte trasera de los autobuses. Dormitaba con la cabeza apoyada en el cristal. Entonces apareció un chico medio rubio, vestido con la camiseta de algún equipo de futbol, parecía que de una asociación o similar, no era de un gran equipo, y miró el asiento libre de enfrente suya. Al que no podía acceder. En el hueco entre el espacio libre y su asiento estaba la maleta, la cual, por cierto, obligaba a la chica a tener las piernas, cada una a un lado del bulto, excesivamente abiertas, lo que intentaba disimular el bolso apoyado entre ellas. Se recompuso como pudo e intentó apartar torpemente la maleta para dejarle sitio. Pero, ¿qué hacía con la maleta? La levantó del suelo pensando hacer no se qué, y luego se dio cuenta de que tenía que sacarla totalmente del espacio entre los asientos para que él pudiera pasar. Tenía sueño, la maleta pesaba un poco, tampoco mucho, y realmente no sabía qué hacer con ella. 

Él con una resolución que en la sesgada y casi ultrasónica imagen de él que el  cerebro de la chica se había configurado al abrir los ojos y encontrarse a un tipo rubito con una camiseta deportiva no cabía, cogió la maleta, la separó un poco de la pared, y se sentó a horcajadas como ella. Y la miró sonriente. Ella le devolvió la sonrisa y masculló un “gracias” desganado pero cortés, casi abrumado. Se sentía torpe y mustia, cansada, y con pocos reflejos. Volvió a reposar la cabeza en el cristal y entornó los ojos para volver a la modorra anterior. No pudo. Él la miraba. La miraba de una manera que al principio le pareció descarada y grosera.
Se hizo la tonta y siguió con los ojos entornados hasta que la dilatación en el tiempo le pareció motivo suficiente para abrir descaradamente los ojos, incorporarse y mirarlo fijamente. Mantuvo la mirada un tiempo, larguito, sí, y luego la bajó y cruzó las manos sobre sus piernas. Tenía unos preciosos y clarísimos ojos azules.
A partir de ese momento empezó la curiosidad. Tenía los brazos fuertes y las venas se le marcaban en las manos. Un muy buen amigo de ella dice que las manos son autovías a los corazones. Y a ella le gustaron sus manos, de uñas limpias, apariencia enérgica y suficientemente estimuladas como para desarrollar un relieve de venas de ese grosor. También parecía de complexión fuerte, y obviando el atuendo deportivo, se dio cuenta de que era un hombre muy atractivo, a pesar de su color de pelo. Mientras lo miraba a él en el reflejo del cristal, él la miraba a ella. Y se daba cuenta, pero le esquivaba extrañada la mirada concentrada en el reflejo de la ventana. ¿Pero qué quería? 
Lo miró, no desafiante, como la vez anterior, sino cargada de curiosidad. La miraba, fijamente, con unos ojos trasparentes, cristalinos, profundos, inocentes. Parecía que le preguntase algo con esa mirada. La expresión indescriptible, el cuerpo tenso. En un momento se puso a rebuscar algo en su mochila, sacó el teléfono móvil, miró alguna cosa, lo guardó. Ella pensó que le iba a escribir su nombre en un papel, a pedirle el suyo. Lo guardó.
Y ella se bajo un par de paradas más adelante, sintiendo que se levantaba de algún lugar seguro, cálido, sintiendo extrañeza de alejarse de un ser extraño que le provocaba asombro, que le clavaba los ojos atravesándola con ellos. Sin decirle nada pero con la sensación de que le estaba gritando algo. Esa inocencia, esa honestidad, esa franqueza de mirada, ese azul. Ese azul que le recordaba la letra de una canción “dime quién te ha colgado el mar de las pestañas”.
Se bajó, él la siguió mirando por la venta, y ella se giró. Le dolía el desapego de lo que aun no conocía.

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