Muere el primer presidente de la democracia y sólo una idea se cierne sobre mí con una inusitada –por renovada, quizá hasta desenterrada- fuerza: memoria histórica, hoy y siempre.

No somos pocos los que compartimos una vida en democracia, la experiencia fáctica de derechos ciudadanos, de libertades individuales y sociales y de igualdad formal entre hombres y mujeres. Hemos tenido el derecho, el gusto y la oportunidad de nacer cuando los grises ya no entraban en la Universidad, las mujeres podían abrir cuentas en los bancos autónomamente y hasta existía el divorcio y la kale borroka.

No son pocos ya aquellos con quienes tengo el gusto de compartir un estado de las autonomías sólido, una pluralidad cultural y lingüística innegable y refinados mecanismos constitucionales que no han impedido que una Infanta de España se haya sentado ante un juez a declarar por presuntas actividades ilegales.

Ha muerto Adolfo Suárez y la democracia, este sistema por el que no he tenido que luchar y que tan bien me ha tratado en líneas generales, está más presente que nunca. Con él, con ella, me vienen al recuerdo elementos inconexos que sin embargo conforman el profundo respeto que le tengo a Suárez y a tantos otros hombres de Estado a los que, llanamente, debo mi vida como la concibo. Las tertulias políticas de mi abuelo y sus amigos en el Círculo Juan XXIII, los debates incansable, las gafas de concha y cristales tintados, ese parlamento en el que se fumaba y que sólo tuve la oportunidad de ver por la tele, el talante, en general, de toda una generación que daba una vida porque no volviesen a quitársela.

Memoria histórica es lo que necesita este país para honrar a sus muertos como hoy honramos a Adolfo Suárez. Porque este reconocimiento, este profundo respeto y cariño que ha expresado el pueblo español en estos días no es otra cosa que un acto de memoria histórica. La memoria que quienes conocemos la Historia a través de otros, que quienes no queremos repetirla ni dejar de reconocerla por juzgarla críticamente, queremos que se siga haciendo. Queremos que nuestros hijos, y nuestros nietos, sigan hablando de Suárez, y de tantos otros y otras, y que nuestra historia, como nación y como pueblo no se pierda ni por la inevitable muerte de quienes ya dejaron las semillas de la conciliación ni por un afán de enfrentamiento que no tiene sentido en determinadas generaciones entre las que me encuentro.

Sólo un regusto amargo –el fin de una vida al fin y a la postre viene a ser de una naturaleza tan aplastante que a veces ni amarga, solo humedece los ojos en un sano ejercicio de melancolía anticipada- me queda tras estos días. La conciencia de que los que se van restan al mundo gran parte de su calidad humana. La conciencia de que los que quedan (los que quedamos) no les llegamos a la suela del zapato.

Descanse en paz.

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