Salgo a la calle y el sol golpea mi cara. Todo lo que asoma del abrigo está casi congelado pero ahora el rostro empieza a tomar conciencia de sí mismo. El sol saluda y los ruidos le hacen eco. Aquí no hay singular. Ruidos, olores, terrores, gentes, son todos plurales, diversos y múltiples.

Atravieso la calle, tengo que mirar hacia todos lados, no sabes qué ni de dónde puede venir lo que quiera que tenga que pasar en ese mismo instante por donde tú. Yo miro, también me miran, por todos lados, en cualquier circunstancia siempre hay un ojo sobre ti. Parece el efecto de los minaretes que nos contemplan a todos pero a la par es una realidad bien tangible, es metáfora y realidad, es comunidad y vigilancia.

Huele a frío (¡hace frío!), a tierra mojada, a leña quemándose, a meloui, a humo de coche. Avanzo un poco más y también me huele a guiso (ajo, tomates, cilantro), al jabón que usan para lavar el suelo, al humo de los cigarros de los hombres de los cafés.

Ahí están siempre ellos, sujetos individuales que conforman un grupo permanente, cambian los nombres, pero el grupo se mantiene. Sentados de frente a la calle, brazo contra brazo, muchas veces sin hablar, frente a la vida como un escaparate. Ellas se mueven, del brazo, arrastrando niños, cargando bolsas. La ciudad bulle, los ruidos no cesan, la gente no para (ni de estar sentados, presentes) los olores se disparan por todos lados.

A veces esos hombres leen, a veces conversan, otras veces sólo miran hacia fuera, contemplan ese escaparate de la vida, porque en cierta manera la vida lo es. Aquí como allí pero más allí, en esa realidad que sé mía pero a la que me va a costar volver.

En mi “allí” de hoy, en ese país y continente que me espera, en esa cosmovisión que llamamos Occidente la vida se me escapa. Entre carreras, vallas publicitarias, papeles y más papeles, llamadas, wassaps, mails, coches, reuniones, los días se van y se van. Llega la noche y me pregunto cómo han podido pasar tantas horas seguidas (y yo sin darme cuenta…). Mientras en mi “aquí” actual los días se dilatan pareciera que sin fin, y pese así, las semanas, los meses, corren, vuelan. Pero no inermes, ni vacíos, me dejan el recuerdo de cada uno de los días vividos, de los cafés, de las sonrisas, de las tardes de aerobic, de las fiestas en casa de Agathe, de los tés en el Institute, de los paseos por la medina, ese laberinto de mil colores y escondrijos. De cada llamada a la oración al caer la tarde bajo atardeceres rosados, de cada noche de estrellas brillantes, de cada cielo azul.

Aquí la vida es mía. Mío es el frío que me cala los huesos, mío el sol que me tuesta las mejillas, mío el abrazo diario que me regala Manal a forma de saludo, mío el esfuerzo de sortear agujeros y coches, míos los olores que no olvidaré nunca, mía la rabia de esquivar andando la pobreza más extrema, mío el placer de sentir cada uno de los segundos que he habitado mi vida. Mío, mía… nada me pertenece pero todo estará siempre en mí.

No, hoy no quiero hablar de velos, de acoso, de corrupción ni de censura. Eso está, eso se ve, lo conocemos, lo padecen y lo he padecido, pero Marruecos es más, mucho e infinitamente más.

Aquí vine por decisión propia y de aquí me iré sin decidirlo.

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