Circula por la televisión un anuncio sobre personas sencillas, con un trabajo ordinario, que, de repente, deciden hacerse bankeros.

 

Ella se llama Ana, él Pedro. Ella es trabajadora de Bankia, él un currito –y cliente– contento. Todo parece una escena más de la vida cotidiana, una estampa bocólica de gente que camina apresurada por la calle, plenamente inmersa en el sistema  productivo, que viste buenas ropas, que sonríe.

Permítanme que peque de ingenua, pero me resisto a pensar que soy la única sin amnesia en este país. Gracias a tanto banquero (la intencionada “k” no va a ocultar lo suficiente al lobo con piel de cordero moderno) y a su extraordinario trabajo aquí nos vemos. Su eficiente labor en los últimos tiempos y su reducido margen de beneficios (personales y globales) han dejado a medio mundo (el otro medio nunca levantó cabeza) sumido en un estercolero de deudas, paro e inestabilidad política. Es decir, que gracias a su inoperancia muchos siguen sin trabajo, ahogados entre la hipoteca y los libros de texto de los niños y sin posibilidades de chistar.

Han conseguido despojar al obrero de lo único que realmente poseía: su fuerza de trabajo. Hoy, eso no vale nada porque no es intercambiable por el recurso básico de nuestras sociedades: dinero. Pero ellos siguen manteniendo sus ingentes sueldos y sus inconmensurables primas con el descaro que les caracteriza. Pero los obreros ilusos, los que por poder comprar un coche a plazo creyeron que tenían algo, que poseían algo (nada más que una deuda peor de la que podían afrontar), ya se han acostumbrado a la falta de respeto constante. A que mientras a unos les falta para llegar a fin de mes otros aparquen sus lujosos coches frente a sus humildes casas. Van a comer a algún restaurante, o quizá a realizar algunas compras mientras algunos pares de ojos los observan resignados mientras apuran un pitillo en la ventana: si no se sale no se gasta. “Están salvando el país”, justifican algunos. Que gasten, es lo mínimo, ya que son los únicos que tienen.

Pero esta vez la broma va más allá. Sin volver a los antediluvianos discursos (léase con ironía, por favor) de la repartición de riquezas, del bien mínimo común, ahora tenemos que tragarnos campañas publicitarias donde se nos anima a convertirnos en ellos mismos. En especuladores, despojadores de recursos ajenos, profesionales inmorales al servicio de un clik que genera beneficios para sólo unos pocos. Ahora, todos tenemos que ser bankeros.

No hemos salido de la crisis, no hemos recuperado las casas embargadas ni podemos volver a plantearnos si queremos trabajar con salarios dignos porque necesitamos las migajas de este capitalismo que no nos deja bajar a hacer la compra. Pero ellos, ya están ahí, vendiendo mágicos productos financieros que nos volverán a hacer creer que nosotros, que todos, somos ellos. No gracias, yo no quiero ser bankera/ banquera.

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