sara-iglesias-31-de-marzo-2016

Más de un 90% de los hombres y un 80% de las mujeres han fantaseado en alguna ocasión con asesinar a una persona que ha cometido una injusticia contra ellos. ¿Que sucedería si liberáramos toda esa sed de venganza?

“Yo no hablo de venganzas ni perdones,

el olvido es la única venganza y el único perdón”

-Jorge Luis Borges-

Más de un 90% de los hombres y un 80% de las mujeres han fantaseado en alguna ocasión con asesinar a una persona que ha cometido una injusticia contra ellos. Estos son los datos recopilados en un estudio por David Buss, profesor de psicología en la Universidad de Texas. Pero, ¿Que sucedería si liberáramos toda esa sed de venganza?

Desde la noche de los tiempos, el mundo es un lugar injusto. Biológicamente estamos preparados para la venganza, porque ha estado presente en todas las fases de nuestra historia. El impulso natural de recuperar lo arrebatado, sea algo material o no, y de reparar los daños son un primer paso hacia la justicia y por eso, los libros sagrados de todas las religiones, enseñan ética y dan lecciones de moral a partir de ejemplos de historias de escarmientos y de ajustes de cuentas.

El resentimiento se nos acumula y necesitamos darle salida, por eso el cine, la literatura, los periódicos o los cómics están llenos de relatos de una venganza exitosa. Lo cierto es que, los ajustes de cuenta solo triunfan en estas historias de ficción que produce nuestra cultura.

Pero en la vida real, aunque el fantasear con la venganza nos serene en un primer momento, al final acaba por llevarnos a acumular más rabia. El motivo es la falta de funcionalidad de la venganza en el mundo moderno. Las culturas que promueven el castigo continuo acumulan un nivel de violencia difícil de gestionar.

En un contexto real, las represalias acaban afectando a terceras personas, víctimas inocentes, que acaban sufriendo las consecuencias de nuestros desquites, lo que nos lleva a sumirnos en un estado de culpabilidad.

Además, medir el efecto de la venganza de manera que sea proporcionada, es casi imposible: o es demasiado pequeña, como ocurre cuando la acometemos con las personas que son más poderosas que nosotros, o es excesiva. Y el resultado de esto es que el deseado escarmiento termina en frustración.

Cuando acumulamos rencor durante mucho tiempo, tenemos un factor de peso para sufrir una depresión. La ira estancada es uno de los pilares básicos de esa enfermedad.

Las personas que la padecen desarrollan una gran cantidad de resentimiento hacia los demás, porque su necesidad de justicia nunca se ve realizada, y contra sí mismos por la impotencia que esto les genera. La inútil necesidad de restitución les lleva a estar más preocupados sobre lo que sucedió, en como ocurrió, en quién tuvo la culpa o en lo injusto que fue. Se detienen en el “debería haber ocurrido de otra manera” y eso les impide avanzar hacia una actitud más abierta del tipo “es así y tengo que asimilarlo”. El enfado acumulado se acaba convirtiendo en un sentimiento de indefensión que provoca depresiones y trastornos, impidiéndonos pasar página.

Otra de las consecuencias indeseables de la revancha es que nos iguala emocionalmente a las personas de las que nos estamos vengando.

No podemos evitar que las frustraciones propias de la vida nos causen enfado: que asciendan a un compañero de trabajo al puesto que deseábamos, que conduciendo nos obliguen a dar un volantazo para evitar un accidente o que la persona que nos gusta no nos corresponda. Cuando esto ocurre se enciende nuestra programación biológica para ejecutar la venganza, y es ese el momento en el que tenemos que llevar a cabo mecanismos que nos ayuden a canalizar el exceso de ira o la necesidad de revancha.

 

Nacida en Aracena, Huelva, siempre ha estado muy vinculada a la ciudad de Sevilla y su idiosincrasia particular. Se instala en ella hace nueve años para formarse como educadora en lenguas extranjeras....