Belén Zurbano Berenguer

 

Toma 1: Cómo vivir en Sevilla, capital de Andalucía, y no estamparse con el coche. Dicho así, puede sonar casi ridículo. Que una ya tiene una edad, una experiencia, unos años con el carnet y en la ciudad. Aquello “del pueblo” se pasó. Ya. Eso pensarán algunos.

Belén Zurbano Berenguer.   Pero es que en Sevilla, capital de Andalucía y del mundo si éste quisiera, te levantas una mañana y la ronda Capuchinos ya no es circulable (sí, sí, neologismo gratuito para indignar a la RAE, tranquilidad, está hecho a conciencia, hoy tengo el día rebelde) en el sentido habitual, o el cruce del puente de los Remedios se ha convertido en rotonda gracias a unas piezas naranjas de plástico que nadie sabe como llegaron ahí ni porqué. 

Los semáforos se rompen y nadie llama a emergencias, ni al ayuntamiento ni a la madre que los parió. Como muestra un botón: una mañana lluviosa de invierno de hace ya unos pocos de años (antes me sorprendían estas cosas, ahora las cuento porque más vale que nos riamos) iba yo camino a la facultad. Contexto: Isla de la Cartuja, o sea, niebla porque nos atrapa el río por ambos lados, poca luz, poco tráfico, poco de casi todo, menos de frío. Tengo que atravesar por debajo de un pequeño puentecito cuando, sorpresa, en mitad de la carretera (una avenida normal de ciudad, vamos, si es que la cartuja puede considerarse zona urbana) chuscos del tamaño de una mesa de café.  

Como en la Cartuja tenemos mega- parques como el del Alamillo, plantaciones de naranjas, obras por doquier, perros sueltos y a veces hasta caballos escapados, una ya no se sorprende de nada. Será que un camión ha volcado, o se le ha salido la carga o vete tú a saber qué, que son las ocho y llego tarde a mi café calentito.  

Era algo tan descomunal, tan grotesco, tan de tener que frenar en seco, meter primera e invadir el carril contrario plenamente para, aún así, tener que bordear los cachos de barro, piedra o lo que fuera, que en mi mente no cabía que nadie –ni el conductor del trailer que hubo de hacer semejante destrozo- hubiese llamado a nadie. 

Pues nadie, absolutamente nadie llamó a persona alguna. Porque a las dos de la tarde, cuando volvía de camino a una sopa calentita chez-moi, ¡leches, los peñazcos otra vez! En seis horas de gente entrando y saliendo, pasando por debajo de ese puente nadie había llamado ni siquiera a emergencias para que contactaran con el ayuntamiento. “¿Tan grandes son de verdad y nadie ha llamado en toda la mañana?” se extrañó la teleoperadora como si la estuviese llamando por tres piedras del tamaño de manzanas que afearan la calzada. Le enviaría una foto por MMS, pero vamos, ya le digo yo que sí, que son grandes, respondí. Y pensé, de qué te extrañas. 

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