B.Z.B.

Ella: He abierto la cama, me he quitado la ropa y me he puesto su camiseta, la que uso para dormir, con lágrimas amenazantes de lluvia en mis ojos. Me siento pequeña en un mundo de trozos de ensalada demasiado grandes. 

 Belén Zurbano Berenguer. El trabajo, la carrera, el alquiler, la luz, el bolígrafo verde, la pluma azul, las amigas, los amigos, las amigas lesbianas, él, su coche, su camiseta, mis medias; qué no se qué hacer con mi pelo. Me siento culpable por haberle hablado mal. Debería estar agradecida de que soporte con caricias mi mal despertar, y ha faltado poco para que le estrellase el tenedor en la frente.

Lo miro leer desde los escalones del cuarto y me siento rara. No hay otra palabra, ningún otro adjetivo. A prudente distancia siento deseos de consolar el llanto callado de los ojos que han visto y han vivido demasiado, pero también el deseo irrefrenable de cansarlos yo aún más, de estar ahí dentro con todo lo demás, de hacerme un hueco entre tantos paisajes, rostros, y provocar escozor, el llanto silencioso que en su día también ví en los ojos perdidos quién sabe dónde de otros muchos.

Sentada frente al espejo del baño me recojo el pelo y abro un bote de loción limpiadora y el de crema de noche. El olor a laboratorio, a extranjeros recién duchados en el comedor de un hotel, a madre, inunda el baño. Ahora es también olor a mí, que no soy extranjera en mi propio baño, ni madre. En realidad no soy nada, y soy Miedo, y Rencor, y Desconfianza. Alguien me miró una vez así, cómo hacía un par de minutos yo lo miraba a él, viendo mis lágrimas contenidas, mis cicatrices y mis ojeras de preocupación y hastío. No quiero que nadie más me vuelva a ver así, no voy a dar esa oportunidad. Por eso estoy yo aquí, yo, que he pasado seis años sin cortarme el pelo y que desde los ocho me peleaba con mi madre por la crema solar – de puro asco que me daba aquella sustancia blanquecina y pegajosa-, rodeada de botes de colores. Cojo el algodón y lo empapo de limpiador. Es una sustancia azulada, fuerte, que me deja la misma sensación en la cara que si la hubiese metido en un montón de cubitos de hielo. Tiro el algodón para llenarme las puntas de los dedos de la crema de noche. Ésta es más pegajosa, pero también más suave y dulzona. 

Él: Miro el reloj, son las doce y media de la noche. Nunca encuentro el momento de irme a la cama aunque mi deseo se esconda en ella. Estoy cansado de estar cansado, el trabajo me roba el cuerpo, la piscina mi energía y la cena mi mente. Aún me queda el corazón. ¿Dónde dejé ayer la cajita de los sueños? Ah, sí, en el cajón de los deseos. Le llamamos cajón de los deseos porque allí guardamos en forma de prospectos, fotos, billetes de avión, mapas, posavasos, postales, incluso anuncios del Cambalache que venden pequeños paraísos en la montaña, todos los recuerdos ya compartidos, y todos los sueños que aún nos quedan por vivir. Aquí está. 

Calada tras calada se me escurren los pensamientos cómo arena fina entre los dedos, caen las barreras de mi imaginación y aparecen los monstruos de tres cabezas que escupen la verdad de mi corazón. No tengo miedo. Me abandono al placer de Henry Bergson, un francés que repartió su vida a partes iguales ente dos siglos, comparándolos en su último suspiro con el placer de dos amores, la nostalgia del que los vio nacer y la soledad del que lo vio morir. “… qué somos nosotros, qué es nuestro carácter sino la condensación de la historia que hemos vivido desde nuestro nacimiento, antes de nuestro nacimiento incluso, dado que llevamos con nosotros disposiciones prenatales. Sin duda no pensamos más que con una pequeña parte de nuestro pasado; pero es con nuestro pasado entero, incluida nuestra curvatura de alma original, cómo deseamos, queremos, actuamos…