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Mientras cocinaba anoche unos macarrones con tomate y atún –cocina de guerrilla, hay que sobrevivir, sin dinero a veces y la mayoría sin tiempo- pensaba en cómo nos evidenciamos las personas ante el más mínimo atisbo de lucimiento o gloria.  Y los estados. Y cambiando gloria por políticamente-moralmente correcto. Y los periódicos y sus periodistas. Hoy quiero hablar de Haití.

Belén Zurbano. La portada de Público del sábado no deja la posibilidad real de ser ignorada. Los ojos de ese niño se clavan en los míos y me están diciendo todas aquellas cosas que nadie quiere decir pero que muchos ya sabemos. Que los estamos dejando morir, que qué falsos somos acudiendo ahora, que por favor no dejemos al FMI acercarse con ningún plan de reajuste económico, que no tiene ya papás y que no sabe si quiere aprender lo que es el cambio climático.

Salgo a almorzar con amigos y lo veo, con su carita llena de sangre y sus ojazos marrones en los ojos de otros niños que huelen a colonia y llevan zapatos impecablemente limpios. Qué culpa tendrá nadie de nacer en una parte u otra del mundo. Pero qué responsabilidad más grande para quienes conocen o pueden conocer otras miserias, dejar que existan niños con olores tan diferentes.

En los medios de comunicación –sobre todo en algunos- ya se empieza a hablar sobre la diatriba entre no mostrar la realidad y caer en el sensacionalismo por la crudeza de las imágenes, desde cuando existe Haití, de que casi mejor que no se reconstruya nada. Nuestros periodistas han dado un paso más. ¿Sí? Estos mismos que vociferan desde sus columnas son los que viven del medio que tres días más tarde se olvidará de Haití. Como del Sahara en cuanto Aminetu no corría peligro de muerte y se fue para su casa. Los periodistas implicados harán de esto, en cuanto no sea rentable, el dramático suceso olvidado. Los dirigente mundiales que tantas declaraciones han hecho se esfumaran tras las cortinas de humo de algún otro problema mundial trascendental y en la sombra irán tejiendo los intereses de las ayudas, la imposición de sus medidas, la soga de una muerte anunciada.

Parece que lo único que vale son los brazos de ese bombero que sostiene al niño en la imagen. Él es el único que se vacunó –o no- se subió a un avión y huele a polvo y a muerto cada hora con tal de salvar trozos de una vida que por miserable, merece ser salvada. Tanto como la de los gordos estadounidenses que se operan de afecciones cardíacas debido a la grasa que acumulan sus arterias. Es el único que se juega algo, que se lo juega todo, para hacer algo de bien en mitad de un desastre. Y las personas. Antes de que los bancos abrieran cuentas para donativos, los políticos dieran ruedas de prensa y las embajadas empezaran a funcionar de verdad, ya estaban las personas hablando por los teléfonos móviles o por Internet, ya se organizaban conciertos para recaudar fondos, ya salían a esas calles devastadas con un trapo que se ensuciaba pronto y ganas -¿ganas? necesidad- de ayudar.

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