B.Z.B.

Ya no tenemos miedo a la oscuridad, ni a los animales salvajes. Hoy día el ser humano campa a sus anchas por su jungla de cemento sabiéndose el rey de nada. A sus anchas, en su coche, con su traje, pero con miedo. Miedo a otras cosas menos primitivas. Pero miedo,  un  miedo que hoy cuesta reconocer y que pagamos por obligarnos a decirlo: Sra. psicóloga, sí, tengo miedo. 

Belén Zurbano. No son tiempos de sinceridades ni de grandes sentimientos: lo tenemos todo y si no, encima, es por nuestra culpa, así que nadie reconoce un mal propio. Nunca nadie se lo pasa mal en vacaciones, es el primer dato revelador de la hipocresía social en la que vivimos inmersos. Y menos aún sale una noche y se aburre. Acabáramos.

Luego, eso sí, cuando acaban estas fiestas (y sus turrones, y la suegra, y los sobrinos, y el  palo que le metemos a la tarjeta de crédito) corremos como locos al psicólogo a contarle lo culpables que nos sentimos por  no haber pasado Nochevieja con los padres propios por estar con los de nuestro-a respectivo-a, por habernos puestos tibios de comer polvorones en un intento de sofocar los instintos asesinos que nos desata la suegra, y por habernos gastado lo de este mes, la extra y lo del que viene comprando regalos a nuestros hijos para mitigar ese sentimiento de culpa que nos corroe por no dedicarles más tiempo. La culpa no es sino miedo, los regalos no son sino chantajes.

Mi madre anda leyéndose un libro que se llama El síndrome de Maripili: el miedo de las mujeres a no ser queridas de Carmen García Ribas. Habla de la dificultad para “desanclar” los tópicos (milenarios, o sea, no es moco de pavo) y afrontar nuevas expectativas. También ha hablado en ocasiones la autora de cómo si el gran miedo de la mujer es a no gustar, el de los hombres es al fracaso. Tenemos miedos, que nos hacen perder el control de la comida, de la tarjeta de crédito y hasta de nuestros propios valores.

Hace poco que he visto Celda 211, la película de Daniel Monzón sobre un motín en una cárcel de Zamora. No quiero reventar la película a nadie, pero cómo ese jovencito de vida prototípicamente feliz es capaz en apenas unos minutos de asumir su miedo, sopesar las situación de peligro y enfrentar el miedo y la dificultad creo que debería ser un símbolo para todos. Lo tenía todo perdido, sintió ese escalofrío que te recorre la espina dorsal cuando sabes que te la juegas y que vas a peder. Y reaccionó, se puso manos a la obra, activó el cerebro, vomitó de su memoria las recomendaciones que le habían hecho, y recondujo la situación. Si lo hizo, si fue capaz, fue porque reconoció primero y enfrentó después su miedo.

Con ese golpe en la cabeza la gran mayoría nos hubiésemos pasado una semana en la clínica en observación y con “alguna que otra molestia pasajera”. Él, salvó su vida y con dignidad.

Y es que hay otros mundos. Dejemos de lado por un segundo la vida del españolito medio y transportémonos a esa cárcel, a que nos hubiera pasado a notros, a que eso, está pasando. Pasó el motín, pasarán más, otras veces. Pero sobre todo, esas condiciones en casos infrahumanas, esas alianzas entre un estamento y otro (presidiarios que pasan papeles a polis, le sonará a quien la haya visto), esas traiciones, esas vejaciones y esa mierda, existen. Malamadre, existe, el “sudaca cabrón” existe     –como existen casi todos los personajes de la peli, que nadie se sienta aludido en su nacionalidad, pero es que lo que hizo no tiene perdón-, esos funcionarios, existen. Y nosotros, con nuestra superioridad y nuestra negación de los miedos más banales, existimos. Tanto como nuestros miedos.