Tesis doctoral. Dícese de las prácticas de tortura estudiantil de mayor rango académico. Practicada entre los llamados doctorandos y a la que sólo sobreviven los y las valientes y constantes.

Escribir una tesis es ser privilegiado, privilegiada. De un lado, porque puedes dedicarte a ello. Lo estás haciendo, a pesar de los condicionantes, las estrecheces, los sinsabores. Se te consiente pensar, o, te rebelas a pensar. Cada cual…

De otro, el privilegio viene por los momentos de soledad preciosos, íntimos, irrepetibles (créanme cuando los digo que son y van a ser irrepetibles) que te regala la criatura en el trance final de su gestación. Momentos de deleite personal como los amaneceres. Sin duda, uno de los momentos más dulces, crípticos y serenos que he vivido en mi tránsito doctoral.

No me he acostado temprano, el cuerpo ha reposado en la cama, pero la mente, intranquila, no se despega de la trama macabra en la que se han visto envueltos Bevilacqua y Chamorro en el Alquimista impaciente. En un primer plano la novela, mi adorado brigada (en ese libro aún sargento), pero, soterrada, ella. Que inquieta, que agita, que permanece, inmóvil, al pasar de los días. Ya se ha instalado ahí, y no se mueve.

Hago todo el tiempo anotaciones mentales. Incluso, en una sesión de estética. También es verdad que lo más normal mientras te haces los pies suele ser el Hola y no precisamente Del Rif al Yebala. Viaje al sueño y la pesadilla de Marruecos (sí, me gusta Lorenzo Silva, ¿y?). Pero bueno, cada una tiene sus gustos. Como decía, hasta leyendo sus reflexiones sobre las limitaciones del libro, del viaje, de la experiencia personal, me inspiro: la introducción de la criatura debe llevar una suerte de asunciones sobre los límites, las deudas, los recorridos que se saben no transitados.

Como el sueño no ha llegado pronto no he dormido demasiado, pero la música de la llamada a la oración que tengo como tono del despertador no perdona. Para mí, mi culto es la Ciencia, aunque ésta sea siempre situada. Por un momento la somnolencia y la nocturnidad que presiento a través de los párpados que no se han abierto me confunde: ¿dónde estoy? ¿Meknès? ¿Asilah? ¿Marrackech? ¿Chaouen? Ah, no, es mi casa, Sevilla. Abrir los ojos me devuelve a mis coordenadas exactas. Por un instante pensé que empezaría a oler la brisa del mar, que estaba en Asilah; acto seguido una entonación determinada, una palabra reconocida a medias en un árabe que me sigue siendo lejano, me ha transportado a Meknès, es la llamada de la mezquita de Irán, enseguida empezaré a apreciar el olor de los melouis de la mañana y oiré a Meryem desde el patio luchando con la cabeza de cabellos rizados de Manal antes de ir al colegio.

Pero no. Abro los ojos y estoy en Sevilla. Móvil, grabación, la llamada es ficticia, solo huele a noche y quietud. Miro y es efectivamente, de noche. El cielo está negro del todo, huele característicamente a ese momento en el que el rocío está mojando la ropa tenida en las cuerdas, el sol no ha despuntado y tengo que echarme una toquilla sobre los hombros cuando me levanto. Ni ruido de persianas al descorrerse, ni pájaros revueltos en las antenas y tapias, y, por supuesto, nadie en el bloque ha comenzado a hacer café.

Son las 05.45 y creo que soy de las pocas que viven en estos momentos. Hasta Resolana parece dormir, serena, casi silenciosa, aunque no del todo, nunca lo está. Abro los ventanales del salón y entra un fresco que me sorprende. Cuando me venció el sueño esta temperatura podía considerarse un acto de imaginación.

Me preparo un té y miro como las estrellas se van disolviendo en una cada vez más clareada estampa del cielo. Enciendo el ordenador. Ahí está, el bloque dos, apartado teórico, histórico y conceptual. Página 143 y una marca amarilla: por aquí tengo que comenzar. Es el hilo de la reflexión que debo emprender hoy. En la quietud del filo entre la noche y la mañana, antes de que nadie se levante, disfrutando de las pocas horas de fresco en un verano sevillano por lo demás no demasiado caluroso, y, sobre todo, del silencio.

Miro a mi alrededor, disfruto un instante más de este estado de cosas que no van a volver a repetirse en todas las horas del día que quedan, me froto los ojos, bostezo, estoy agotada, y la miro, la tesis, me espera.

Una colega del gremio la bautizó “la bicha”. Yo prefiero llamarle la criatura, no vaya a ser que ya tenga sentido del oído, se resienta, se resista a salir o se autodestruya, como en los mensajes secretos de las misiones de Mortadelo y Filemón, y “la liemos parda” que dice mi hermana.

#viviendolarectafinal

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