Los veranos son tiempos dados al cotilleo. A pie de playa, arrebujados bajo la sombra del seto mientras se espera el bus o incluso, en los trenes.

Nos deleitaba hace unas semanas mi querida Mercedes Serrato con una regresión a otros veranos, a otros tiempos en los que defendía a capa y espada el sano arte de la escucha atenta (también conocido como “cotilleo”). De hecho, lo llamaba algo así como “vocación periodística” y defendía que nosotras no somos cotillas, sino que tenemos la vocación de servicio y la profesionalidad al quite, vamos, que si no se nos escapa una, es por pura conciencia social y ganas de trabajar para la ciudadanía.

Mercedes, que además de buena pluma tiene buena memoria, recoge el testigo gustosa y defiende que no es propio de seres de naturaleza curiosa y alta vocación social, sentarse en un vagón silencioso.

La verdad es que de mis meses en tierras marroquíes recuerdo casi con tanto gusto como disgusto los trenes. Los trenes y su bullicio, su calor (y su frío helador en cuanto encendían el aire acondicionado), los trenes y sus ventanas abiertas, los trenes y sus fumaderos entre vagón y vagón, los trenes y las vías del tren, siempre pobladas.

Aquella columna me ha transportado a dos momentos-tiempo muy diferentes y sin embargo complementarios: largos días de largas tardes, de largos paisajes de verano, de chanclas en los pies, mente despejada, carnes prietas y tibias, andar de tan pausado decadente, sopor indescriptible… Y he ahí el vagón de tren, en el que siempre espera una conversación tan parsimoniosa y adormecedora como la propia siesta que en realidad no dejas de echar mientras las palabras brotan solas sin control y algún ente privilegiado de tu cuerpo guía la conversación de la que, sin embargo, vas a acordarte luego.

La otra opción es la tele, una extensión del cotilleo clásico en versión audiovisual. No importa si recalas en Manolita y los problemas de una familia numerosa en la España de la posguerra o en Frijolito y las peripecias de un hijo engendrado en la desgracia (no terminé de ver la serie, discúlpenme el error si cambió de tercio la historia; me dormí).

Desde luego, y fuera del hábito malsano de malmeter contra el vecino y fiscalizar la vida del prójimo, el llamado “cotilleo veraniego”, el cómo le va a fulano o el otro día vi a sutana, el reparar en qué hablan los que al borde del mar tienen tan poco que hacer como tú o en la conversación telefónica de tu compañero de vagón (que por más encima no te deja de hacer partícipe con sus gritos y alaridos de “sí, en el A-V-E, A-V-E, ME OYES?”) creo que es un hábito de verano no sólo entretenido, sino útil. O Reverte se hubiera decepcionado en la primera cena con la tipa de las ojeras y Mercedes y yo no tendríamos a veces nada que decir-os.

¿Qué sería de nosotros sin el cotilleo bienintencionado de la charla incesante? ¿Qué puede ser de un pueblo que no oye, que no escucha, y que no habla?

#enveranochanclasycotilleo

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