sara iglesias 4feb2016

Actualmente, vivimos en un contexto social en el que no sabemos como encajar y/o expresar nuestras emociones y sentimientos.

La vida es 10% de lo que me ocurre y 90% de como reacciono a ello

-Charles Swindoll-

Podemos apreciarlo incluso en las relaciones amorosas: observamos como, a veces, las parejas entran en un juego peligroso de “a ver a cual de los dos le importa menos el otro”. Como si demostrar cariño o afecto al otro fuera un signo de debilidad. Esto es solo un ejemplo concreto, pero puede extrapolarse a cualquier ámbito de las relaciones humanas, ya sean familiares, laborales o sociales.

Desde pequeños hemos aprendido que el sentimentalismo (así se le ha llamado al hábito de expresar las emociones en público) era propio de personas débiles e inmaduras. Incluso se ha llegado a vincular todo lo relacionado con las emociones, sobre todo el llanto, con lo femenino. Pero poco a poco esta tendencia ha ido cayendo en el abandono y ganando terreno la convicción de que vivir las emociones es un elemento insustituible en la maduración personal y en el desarrollo de la inteligencia.

Sólo cuando entendemos nuestros sentimientos somos capaces de entender los de otras personas.

La inteligencia emocional es la habilidad que poseemos las personas para percibir y atender a los sentimientos de manera precisa y correcta, para comprenderlos y asimilarlos adecuadamente y, así, poder modificar y regular nuestro estado de ánimo y el de los demás.

Desde todos los ámbitos educativos, se nos ha motivado para que saquemos el máximo partido a nuestros recursos y habilidades intelectuales. De hecho, solemos prestarle mucha atención a nuestro espacio intelectual, dedicándole bastante tiempo y esfuerzo, e incluso buena parte de la valoración que hacemos de una persona, está influida por sus conocimientos y destrezas intelectuales.

La necesidad de adquirir conocimientos técnicos y culturales para prepararnos profesionalmente, es indiscutible, pero en un equivocado enfoque de prioridades, nos hemos olvidado de la importancia de educarnos para la vida emocional. Aprender a vivir supone aprender a observar, analizar y utilizar el saber que vamos adquiriendo con nuestras experiencias.

Que seamos capaces de expresar nuestros sentimientos, saber descargarlos sin agresividad y sin culpabilizar a nadie, es una de las habilidades más importantes y grandes que podemos poseer. Sólo cuando conectamos con nuestros sentimientos, los atendemos y jerarquizamos, somos capaces de empatizar con las circunstancias de los demás. No es más inteligente quien obtiene mejores calificaciones en sus estudios, sino quien pone en práctica competencias que le ayudan a vivir en armonía consigo mismo y con su entorno. La mayor parte de las habilidades para conseguir una vida satisfactoria son de carácter emocional, no intelectual.

Para gestionar correctamente nuestras emociones podemos poner en práctica algunas premisas:

– No censurarlas. Por ejemplo, no dejando de expresar nuestros sentimientos a la persona que los ha desencadenado, sin acusaciones ni malas formas y detallando qué situación o conducta es la que nos ha afectado.

– Investigar qué situaciones son las que generan esas determinadas sensaciones.

– Prestar atención a las señales emocionales, tanto a nivel físico como psíquicos.

– No esperar a que se dé la situación idónea para comunicar los sentimientos, tomar la iniciativa.

La gran hazaña de convertirnos en personas maduras, equilibradas, responsables y, por qué no decirlo, felices en la medida de lo posible, está íntimamente relacionado con saber distinguir, describir y atender a nuestros sentimientos.

Nacida en Aracena, Huelva, siempre ha estado muy vinculada a la ciudad de Sevilla y su idiosincrasia particular. Se instala en ella hace nueve años para formarse como educadora en lenguas extranjeras....