Cuando los pueblos toman conciencia de las injusticias a las que se ven abocados y blanden amenazantes su descontento en manifestaciones públicas, los gobiernos, el poder, únicamente cuenta con dos vías para eludir la crisis;  capitular ante la presión de la ciudadanía y, de este modo, ser coherentes con la función de representatividad que los legitiman; o bien asirse con férrea ignorancia al trono e intentar disuadir a la plebe con las tradicionales tácticas de represión y terror. Jesús Benabat. El régimen de Hosni Mubarak parece haber optado incongruentemente por la segunda opción, desoyendo así el clamor de su pueblo y las recomendaciones de la comunidad internacional para una transición política pacífica. Y es que los dictadores siempre se inclinan por la sangre y la inútil épica de su misión mesiánica en el mundo.

Egipto se enfrenta, de este modo, a un pulso de inciertas consecuencias por su emancipación de un poder autoritario y anquilosado en la cúspide desde hace décadas, convenientemente sustentado, por otro lado, por las naciones democráticas occidentales, con Estados Unidos a la cabeza. Sólo así se entiende que el líder progresista Barack Obama advierta sosegadamente a su homólogo de la pertinencia del cambio, al tiempo que vela por la estabilidad de un aliado privilegiado en su política exterior al que dota de más de 2000 millones de dólares anuales a cambio de un poco disimulado servilismo en diferentes ámbitos. Obama, al igual que el resto de líderes internacionales que han respondido con enervante tibieza a la demostración de tozuda intransigencia de Mubarak, no proclaman la necesidad de un cambio real sino de una transición controlada con modificaciones cosméticas en su apariencia democrática que perpetúe el papel de vasallo de Egipto en la zona. De poco importa que regente el reino Mubarak u Omar Suleimán (el favorito de Israel y Estados Unidos), lo verdaderamente significativo es que la revolución no se instale en el país y sus principios se difundan por el resto de dictaduras árabes.

Mientras tanto, Mubarak aguanta gracias al ejercicio de la «táctica del miedo», tal y como la denomina el opositor y Nobel de la Paz Mohamed El Baradei. Esta consiste el uso sistemático de la violencia para amedrentar al pueblo a través de los aparatos represivo de cualquier Estado; la Policía. Una vez percatados de la pasividad del ejército, que mantiene su elogiable disposición a no agredir a sus ciudadanos, el gobierno ha decidido infiltrar en las calle a todos los agentes secretos en plantilla y demás parásitos del sistema bajo la apariencia de un sector de la sociedad proclive a Mubarak, y así evitar la presión internacional. No obstante, la prensa radicada en el campo de batalla que es hoy día El Cairo está denunciando reiteradamente que este supuesto movimiento de oposición al cambio está compuesto íntegramente por policías, entre cuyas acciones primordiales está la de agredir a los propios periodistas y sembrar el caos en la ciudad, cumpliendo así las consustanciales funciones de todo cuerpo de fuerzas del orden; defender al poder y reprimir a la población.

Las derivas de esta admirable revuelta egipcia, que sigue la estela emprendida por los tunecinos y que ha animado a otros países árabes como Yemén o Argelia, son difíciles de presagiar. Sin embargo, el mero hecho de desarrollar ese necesario germen de disensión en el seno de la ciudadanía contra un régimen injusto hace que brote cierta esperanza en aquellos que ansían un cambio. Desde aquí, desde este solaz de banalidad e inconsciencia que es hoy día Europa, sólo podemos sentir una envidia sana de los egipcios así como unos deseos irrefrenables de que el virus se contagie hasta llegar a las sociedades occidentales, pasivas ante el expolio que están sufriendo por parte del sistema capitalista y sus serviles súbditos; los políticos.

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