La ardua y prolongada conquista de los derechos sociales desarrollada en siglos precedentes parece haber encontrado su particular límite infranqueable en el perpetuo ‘reajuste’ de un sistema alimentado por la avaricia y la especulación. A partir de este momento, cuando los flujos de capital se retraen ante la desconfianza de los mercados y la economía globalizada se estremece por la posibilidad de nuevas quiebras, los gobiernos nacionales, ahora sí, recobran la potestad de regir a sus propios ciudadanos y el tan elogiado neoliberalismo rampante se difumina en virtud del denostado poder público.

Jesús Benabat. En este contexto y siguiendo las demandas del Sistema, se aplican nuevas políticas fiscales para incrementar el volumen de las maltrechas arcas, se erradican ayudas sociales para favorecer el ahorro y se reforman derechos plenamente establecidos y garantes del estado de bienestar. El resultado, como no podría ser de otra forma, es el ataque frontal al ciudadano de a pie como último eslabón de una suerte de cadena trófica donde la implacable ferocidad de múltiples y obscuros actores internacionales despojan a las sociedades de su independencia y sustento en connivencia con una clase política servil y maniatada.

La última de estas fatalidades, una más en una larga serie que arrumba con cualquier resquicio de confianza en la labor del gobierno español, se corresponde con el acuerdo para la reforma de las pensiones por el que se retrasa la edad de jubilación hasta los 67 años y se elevan los años de cotización a los 38 y medio. En una fingida pose de cordialidad y consenso, el ejecutivo y los sindicatos mayoritarios (CCOO y UGT) han ratificado lo que califican como un «pacto histórico» que, por otro lado, atenta contra un derecho social insobornable para la ciudadanía e hipoteca el futuro de generaciones venideras de españoles.

De este modo, los problemas para entrar en un mercado laboral anquilosado y carente de dinamismo serán a partir de ahora más acuciantes para los jóvenes que deberán comenzar a cotizar a los 26 años si desean disfrutar de una jubilación plena. El cómo hacerlo, sorteando las exigencias de una formación superior infinita y un estado de crisis endémico, es harina de otro costal. Así pues, las tan cacareadas bondades de este sistema que nos anima a trabajar a cambio de un sueldo irrisorio que despilfarrar en un consumismo galopante, adquieren ya tintes cercanos a la burla ante la perspectiva de una larga vida de competitividad laboral para seguir manteniendo una estructura de poder tan absurda como imprecisa.

La sensación suscitada por esta nueva capitulación del gobierno es de traición. Una traición larvada en las promesas de una vida larga repleta de comodidades y esparcimiento como recompensa al trabajo de décadas, que deviene ahora en lo que podría ilustrarse con el mito griego de Sísifo, el hombre condenado a arrastrar una piedra cada día de su vida sin llegar a ver el fin. El futuro se presenta oscuro y nadie parece inmutarse ante ello. Los medios de comunicación alaban al unísono, independientemente de su color político, el pacto social y las concesiones logradas por unos sindicatos vasallos de su matriz política; los líderes de opinión callan o eluden los asuntos más espinosos; la opinión pública permanece en una inmovilidad insostenible…

Mientras tanto, los países árabes, aquellos sobre los que nos sentimos moralmente superiores, nos dan una lección de democracia sin concesiones rebelándose ante el autoritarismo de sus gobiernos. Cabría reflexionar acerca de dónde hallar el germen de tanta indiferencia y pasividad. Nuestra larga vida está en juego.

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