En medio de la tormenta mediática desatada por la filtración masiva de Wikileaks y el consecuente acoso judicial al que está siendo sometido su cabeza visible, Julian Assange, la actualidad nos remite datos francamente preocupantes acerca de la profesión periodística. Según la ONG Reporteros Sin Fronteras, un total de 149 periodistas y 119 ciberdisidentes se encuentran encarcelados en el mundo por razones estrictamente ligadas al desempeño de sus obligaciones laborales. Además, otros 44 han muerto a lo largo del presente año, agravando una situación que queda lejos de ser revertida.

Jesús Benabat. La libertad de prensa es hoy día un concepto tan escurridizo como divergente según quien lo esgrima. Es indudable que el ambiente opresivo de algunos regímenes totalitarios o pretenciosamente autocatalogados como democráticos, entre los que destacarían China, Irak, Irán, Cuba, Arabia Saudí, Libia o Rusia, supone un escollo, en la mayoría de las ocasiones insalvable, para la libre práctica del periodismo. No obstante, cabría reflexionar acerca de la libertad real de la que goza la prensa en otros países que enarbolan la bandera de la democracia como su más valiosa insignia.

Sería absurdo sentenciar la no existencia de una independencia relativa a la hora de expresar juicios o publicar informaciones en el denominado ‘mundo occidental’ (podría ser objeto de debate qué entendemos por ese calificativo), más aún con las herramientas disponibles en esa gigantesca red hipertextual que es Internet; sin embargo, no supondría ninguna locura aseverar que esa libertad se encuentra manifiestamente limitada según los asuntos que se tratan y la incidencia social de quién los emite. Es algo incontestable que existen una multitud de desviaciones ideológicas, tantas como ciudadanos preocupados por todo aquello que les rodea, aunque minoritarias y aisladas; algo que suscita la duda  en torno a su hipotética supervivencia si su radio de acción se ampliara de forma peligrosa para los intereses del Sistema, entendido este como institución aglutinadora de los Poderes que rigen el mundo.

El ejemplo idóneo para esta premisa no puede ser más evidente. La condena y persecución de la organización Wikileaks, así como de sus responsables, por parte de un país presuntamente liberal y con una arraigada tradición de respeto a la noble profesión periodística como Estados Unidos, donde no han faltado duras postulaciones contra la filtración (“actos deplorables” según el progresista y renovador presidente, Barack Obama), muestran la doble moral imperante de la clase política internacional, la cual se aúpa en sus promesas de transparencias y honestidad para más tarde traicionar a aquellos que los encumbraron.

El periodismo es una disciplina social de suma fragilidad. Cada año recibimos noticias de periodistas asesinados por su temeraria búsqueda de la verdad, esa que está muy lejos del confortable espacio de las redacciones. Sin embargo, existen muchas formas de coartar y exterminar la libre práctica del periodismo. Con cada declaración disconforme con la libertad de difundir datos de inestimable interés público se atenta contra la profesión; con cada condena a la valentía de un medio por publicar historias que no cuentan con el beneplácito de los poderosos se está desposeyendo de la esencia primigenia al periodismo.

Este año hablamos de 44 periodistas muertos en todo el mundo, más otros centenares apresados. Sin embargo son muchos más los que, subrepticiamente, son apisonados por la implacable espiral del silencio que es hoy día nuestra sociedad avanzada. Cuando los periodistas mueren… las injusticias brotan.

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