Una tormenta de escala mundial se ha desatado y sus consecuencias distan mucho de ser previsibles. Wikileaks, una página web alojada en un servidor sueco y dirigida por un excéntrico periodista australiano llamado Julian Assange, ha conmocionado la actualidad informativa internacional con la filtración de una cantidad ingente de documentos secretos procedentes de las embajadas de Estados Unidos en diferentes puntos de la geografía mundial, desvelando datos acerca del país, retratos de sus dirigentes, objetivos velados, apreciaciones circunstanciales, intereses geoestratégicos y un largo etcétera que posibilitan la radiografía más descarnada de la política exterior estadounidense.

Jesús Benabat. De poco sirven los paliativos para lo que supone un hito periodístico de una envergadura comparable al caso Watergate. La organización de Assange, nutrida de donantes voluntarios de información restringida, ha acordado con cinco de los medios de comunicación más influyentes del mundo, New York Times, The Guardian, Der Spiegel, Le Monde y El País, la publicación de 250000 ficheros del Departamento de Estado estadounidense, en los que se revelan temas tan espinosos como el terror que suscita en el mundo árabe el enriquecimiento nuclear de Irán, el poco aprecio cosechado por Berlusconi, la preeminencia que continúa detentando Vladimir Putin en Rusia o el minucioso seguimiento realizado al Primer Ministro turco Erdogan y su actitud frente al islamismo.

Como era de suponer, las reacciones no han tardado en llegar, de forma particularmente cruenta, desde Estados Unidos. La Secretaria de Estado, Hillary Clinton, no ha dudado de tildar a la filtración de “ataque a la comunidad internacional” y de poner “en grave peligro la vida de miles de personas”, argumentos de escaso valor práctico y moral cuando se han conocido, precisamente a través de estos documentos clasificados, la verdaderas cifras de muertos y torturados en Irak que tan celosamente se encargaron de ocultar las autoridades responsables. Y es que no es de extrañar la inquietud que invade a la clase política mundial ante el dominio público de informaciones que constituyen el verdadero poder fáctico de nuestro régimen democrático, es decir, todo aquello que desconocemos y que la cúpula dirigente utiliza para inculcar, manipular, deformar o propagar ideas a la ignorante masa ciudadana. La maraña de intereses y dobles raseros se desvela al mismo tiempo que se desenmascaran las inercias y falsedades de la política, entendida como una obscura trama ajena al sentir de sus gobernados.

Pero el fenómeno de Wikileaks va mucho más allá de una mera difusión de documentos secretos. Assange y su equipo de periodistas, con un laborioso trabajo previo de autentificación de sus fuentes, remueven los cimientos de una profesión anquilosada y desvirtuada en la rutinaria narración de acontecimientos anodinos y enclavados en el más flagrante servilismo político. Su apuesta sincera y temeraria por la verdad y la transparencia informativa de los gobiernos a los que nosotros, la sociedad, elegimos para representarnos, nos suscita la reflexión acerca de la necesidad de supervivencia de esos medios de comunicación que únicamente amplifican los mensajes de la clase política que los sustenta.

El flujo de escándalos políticos relacionados con las filtraciones de Wikileaks promete continuar con un ritmo sostenido y apasionante a lo largo de las próximas semanas. Y es que estamos viviendo un hito histórico que parece arrumbar con las tradicionales formas de hacer política exterior y augura un planteamiento diametralmente opuesto a las intrigas diplomáticas de las que hasta ahora se han valido las embajadas para servir a sus respectivos países. Se ha descubierto la gran trama. Ahora llega el turno de reflexionar y actuar acorde a las conclusiones.

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