Se pueden imaginar pocas agendas tan abultadas como la de la Santa Madre Iglesia Católica. Si ya reconociera con una sangrante dilación (especialmente para el bueno de Galileo) que la Tierra era redonda y su movimiento elíptico lo hacía efectivamente alrededor del sol; o admitiera que el pasaje bíblico en el que se aseveraba que las mujeres debían parir con dolor no era ya de recibo en una época en la que la medicina avanzaba de forma paralela; ahora le toca el turno, aunque de forma matizada, a la utilización del preservativo como método, “moralmente censurable aunque necesario”, para la prevención del SIDA.

Jesús Benabat. Las declaraciones del pontífice Benedicto XVI vertidas en el libro de Peter Seewald Luz del mundo (que curiosamente sale hoy a la venta en todo el mundo con un éxito previsible) han suscitado la polémica a una escala global y han sido tomadas por muchos como una muestra de apertura de la jerarquía eclesiástica. Nada más alejado de la realidad. Si el actual Papa ya sembró la discordia hace algo más de un año con motivo de su primera visita al continente africano, donde proclamó que el preservativo aumentaba la incidencia del virus VIH entre su castigada población; ahora sus palabras vienen a hacer algo más digerible una doctrina que se sitúa en las antípodas de la realidad, incluso entre sus fieles.

El Vaticano, representado por su portavoz, Federico Lombardi, no ha tardado en matizar el discurso del líder espiritual de la iglesia católica y negar cualquier tipo de cambio revolucionario en torno a la cuestión del preservativo a raíz del entusiasmo generado en algunos comentaristas y autoridades internacionales. De hecho, Lombardi no se queda ahí y habla de una visión “comprensiva para llevar a una humanidad culturalmente muy pobre hacia un ejercicio más humano y responsable de la sexualidad”. Hemos de suponer, pues, que esa dádiva solidaria debe ser únicamente utilizada por un estrato social de segunda o tercera categoría que ya de por sí está muy alejado de los preceptos religiosos del catolicismo más recalcitrante. Una suerte, en fin, de concesión paliativa para negros, prostitutas, indigentes, ateos y, por qué no, algún que otro sacerdote displicente.

La Iglesia es una institución milenaria que basa su supervivencia en el flagrante inmovilismo de sus creencias. Por más que la sociedad mute en sus formas y las dinámicas que la rigen, los guardianes del espiritualismo se aferrarán a las disposiciones heredadas de su naturaleza constitucional; por lo que cualquier atisbo de cambio notorio no será más que una mera ilusión sin fundamentos.

El debate abierto por el Papa Benedicto XVI en torno al uso del preservativo es impostado y profundamente inútil ante la actitud firme de la jerarquía, a la que le es indiferente el uso generalizado de este método de prevención. Los agentes sociales y los gobiernos deben permanecer indiferentes ante estas falsas polémicas y apostar sin ambages por el uso generalizado del preservativo, tan necesario entre una ciudadanía (y en especial los jóvenes) un tanto confusa ante los mensajes antitéticos sobre la sexualidad. Al fin y al cabo, hablamos de vidas humanas, las que se lleva el SIDA o las que trae, de forma prematura, la ignorancia y la irresponsabilidad.

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