El derecho a la propiedad privada ha sido una de las exigencias blandidas con mayor ardor a lo largo de la historia por liberales, burgueses, nobles y ciudadanos de todas las clases sociales. La posibilidad de poseer algo de forma exclusiva, ya fuese un hogar, un negocio o unas tierras, se ha instituido como doctrina incuestionable en el mundo occidental, una ideología palmaria que excluye cualquier tipo de desviación o segunda vía, hecho corroborado por la extinción casi absoluta del comunismo. El problema surge cuando algunos colectivos, organizados como perversas hermandades sectarias, extienden ese derecho a la propiedad hacia terrenos tan abstractos y solubles como la patria o la nación.

Jesús Benabat. Y como en una pesadilla cíclica, que vuelve una vez tras otra aun a pesar del combativo esfuerzo por erradicarla, nos topamos cada mañana con esas manifestaciones detestables que hacen de este mundo un páramo de difícil convivencia. “Queremos que nos devuelvan nuestro país”, gritaban enfervorecidos los integrantes del grupo de presión y movimiento ciudadano ultraconservador Tea Party (en referencia al motín de Boston de 1773), en los actos de campaña que ha celebrado durante estos quince días por buena parte del territorio estadounidense; como si el territorio pudiese ser reclamado como un bien sólo de algunos.

La ocasión bien lo merece; el entusiasmo inicial que despertó el demócrata Barack Obama va remitiendo ante la crudeza de una crisis global que tardará en desaparecer, y la oposición más radical del líder afroamericano lo sabe. Por ello, explota las razones de ese descontento culpando a los inmigrantes de la coyuntura actual, como elementos discordantes de una sociedad de la que se sienten propietarios.

El circo mediático erigido en torno a la caravana del Tea Party, emprendida como instrumento propagandístico ante las elecciones legislativas que se celebran hoy en Estados Unidos y por las que se renueva la Cámara de Representantes y un tercio del Senado, nos ha venido informando sobre los continuos despropósitos emitidos tanto desde la base del movimiento como desde su cúpula, la cual gravita sobre la figura de la inefable Sarah Palin, candidata a la vicepresidencia con John McCain en las anteriores elecciones presidenciales y posible aspirante a presidenta en las próximas de 2012.

En los últimos días, han aparecido videos en los que se agredía físicamente a personas contrarias al ideario político del grupo de presión, o declaraciones de algunos de sus candidatos al Senado aseverando que “los negros prefieren el tráfico de drogas a la educación”. La propia Palin ha forjado un movimiento, el de las Mama Grizzlies, que pretende reivindicar el papel de la mujer como feroz defensora de su territorio, como una osa de Canadá.

Ya existieron en su día grupos como este en Estados Unidos; cuando hablamos del  Ku Klux Klan todos nos asombramos ante la radicalidad de sus planteamientos y la posibilidad de que realmente existiese algo tan condenable. Sin embargo, ahora que esos ideales retrógrados y profundamente racistas vuelven a estar en boga, la indiferencia es unánime. Y es que es difícil de entender las premisas de estos ciudadanos que se consideran así mismos como los verdaderos estadounidenses, como si sus antepasados hubiesen colonizado las tierras de ultramar hace milenios, cuando la realidad es que son una ecléctica mezcla de inmigrantes europeos que huían del despotismo monárquico de su continente. El ser humano vuelve, pues, a su único origen, el odio.

En Europa no estamos mejor. La censurable política de extradición de gitanos rumanos y búlgaros emprendida por Sarkozy o la campaña de preocupante demagogia desarrollada por el PP catalán contra los inmigrantes rumanos, corroboran un movimiento global que amenaza con exterminar todo resquicio de moralidad en nuestro mundo desarrollado.

Y es que no se trata ya de un problema meramente económico. De hecho, los primeros 700 gitanos expulsados por Francia han recibido 300 euros y un billete de avión para regresar a su país. La clave se encuentra en ese “higienismo” social que parece haberse apoderado del mundo occidental. Hemos devenido en seres exigentes, remilgados y escrupulosos a los que no les gusta ver cada día la desgracia y la pobreza en la que se encuentran sumidas otras personas. Por eso, como detentores de la propiedad privada que es el país, las empujamos a los ghettos que circundan nuestras opulentas ciudades. Pero eso no basta, pues persiste la amenaza. Deben desaparecer, y a nadie le importa si vivos o muertos.

A Hitler lo tacharon de racista por el exterminio programado de judíos, gitanos y homosexuales. Y tengo la vaga sensación de que son muchos los que, setenta años después, hacen revivir los mismos fantasmas xenófobos que sólo nos pueden conducir hacia la desgracia. Es la sociedad al completo la que debe denunciar las nefastas  iniciativas que desde los medios de comunicación, los partidos políticos o incluso desde ciertos grupos sociales, se lanzan para culpar a los otros, a los diferentes, de todos los problemas que hemos creado con nuestra desidia.

Ya sea el Tea Party, Sarkozy o el PP catalán (con la complacencia del nacional), la respuesta debe ser No. Un No rotundo y combativo. No volvamos al odio, no regresemos al origen.

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