Más allá de las parodias sobre la histriónica intervención anglosajona de Ana Botella, la pesadumbre impostada de los medios televisivos y los análisis postreros de una legión de comentaristas que sabían exactamente lo que iba a pasar pero nunca se atrevieron a decirlo antes de que ocurriera.

El fracaso rotundo, otro más, de la candidatura olímpica de Madrid 2020 desvela un problema de fondo mucho más preocupante que el de no albergar una cita deportiva de dudosa utilidad para aquellos que no sean un puñado de empresarios y especuladores ávidos de inflar un nueva burbuja.

En una coyuntura socioeconómica en la que se sueña con el retorno, siempre demorado, del bienestar perdido, no es difícil para la clase política alentar la ilusión entre la ciudadanía en torno a proyectos megalómanos concebidos para salvarnos del profundo agujero en el que sobrevivimos. De hecho, no es la primera vez. Ya en la época de bonanza económica la sociedad española creyó firmemente, puede que a base de escucharlo infinidad de veces, en el milagro económico de un país que se codeaba con los grandes del mundo. Nadie se paró en analizar cuáles eran las claves de tal éxito; ¿la tecnología puntera de nuestra industria?, ¿el desarrollo pionero de energías renovables?, ¿el fomento de la investigación científica en todas las materias? Hoy sabemos la respuesta y no es, precisamente, ninguna de las anteriores.

Así pues, tras varios años de felicidad colectiva, nos percatamos de que debajo del oasis no había más que el polvo de un inmenso stock inmobiliario sin compradores y las huellas del que probablamente haya sido el mayor saqueo de dinero público de la historia. Y lo que es peor, sin un proyecto político siquiera esbozado sobre el futuro de un país que pretende recuperar su fingido esplendor arrumbando con todo aquello por lo que se ha luchado durante décadas.

En medio de esta catarsis surrealista, la resiliencia de la sociedad española para seguir creyendo en las distintas formas de manipulación esgrimidas por sus gobernantes parece ser infinita. Y es que cuando un país carece de la menor idea común, apenas una base compartida, para cimentar los pilares de lo que debe ser su porvenir, cualquier truco de trilero experimentado es susceptible de ser vitoreado con el entusiasmo de quien no tiene otro asidero al que aferrarse.

En este sentido, los Juegos Olímpicos aglutinan todos los ingredientes necesarios para aunar voluntades en torno a una peregrina causa común; un supuesto impacto fulminante sobre la economía no sólo de la capital sino de todo el país, el desarrollo de nuevas infraestructuras, el fomento de algo que han convenido en denominar con inspiración mercadotécnica «marca España» y, sobre todo, ese orgullo castizo y bastante hortera de sentirnos, aunque sea sólo por un mes, el centro de atención del planeta.

No voy a desgranar aquí las falsedades evidentes de cada uno de estos argumentos, ya que en la red abundan los reportajes y blogs que lo hacen de forma rigurosa. El interés de este sinsentido radica en vislumbrar el por qué la sociedad española sigue creyendo en el milagro. Más aún cuando el presidente del gobierno asegura ante el Comité Olímpico Internacional que Madrid es la opción óptima por su sobriedad financiera mientras se privatizan hospitales públicos, los jóvenes licenciados emigran a otros países, las cifras del paro se mantienen en niveles sonrojantes, y la mitad de la clase política de la nación está siendo perseguida por la justicia, incluido el propio presidente.

Quizás la gente confía ciegamente en las mayores extravagancias ofrecidas como tabla de salvamento porque es lo único que le queda. Quizás por ello una parte importante de la ciudadanía española sigue acudiendo a las urnas cada cuatro años con la vana esperanza de que la clase política trabaje con una clara vocación pública. El hecho es que cada decepción, cada traición orquestada con total impunidad, cada injustica perpetrada contra el pueblo, tiende a ser asimilada con la resignación de quien continúa creyendo en el milagro de un futuro mejor, aunque no haya razones objetivas para confiar en él.

No importa que el salvavidas sea la celebración de unos Juegos Olímpicos, la construcción de un megacomplejo temático de vicio y depravación (para el que además es necesario crear un nuevo marco legal) o un independentismo burgués entonado bajo el grito de ‘sálvese quien pueda’, la cuestión es creer en algo y, de paso, eludir la responsabilidad de construir entre todos un país del que sentirse verdaderamente orgullosos.

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