Contaba el reportero Ryszard Kapuscinski en su desgarradora obra Un día más con vida, que una de las características definitorias de la cosmovisión de las etnias bantúes, procedentes del centro de África, es su exigua o nula percepción del futuro como un condicionante trascendental en el desarrollo de su vida diaria.

Quizás sea por la violencia endémica instalada en algunos enclaves del corazón del continente negro, el peso de la pobreza más extrema, o el impenitente acoso de enfermedades voraces; la cuestión es que el mañana no es una realidad tangible para seres humanos que basan su existencia en la supervivencia día a día.

Por el contrario, el futuro es un elemento central de la cultura occidental contemporánea. Desde pequeños, la pregunta recurrente de familiares y conocidos mediante la que se explora con cierta ansiedad las inclinaciones prematuras del niño o la niña es «¿qué quieres ser de mayor?», como si este pudiese adivinar aquello que le deparará el cúmulo de circunstancias y casualidades insospechadas que guiarán su vida, más allá de deseos o vocaciones infundadas.

En nuestra sociedad, el futuro se halla íntimamente ligado a la voluntad. Cada uno de nosotros, en virtud a un autoconsciente rol que nos acerca más a una suerte de semidios terrenal que a la minúscula partícula de polvo que al parecer somos, construye (o cree construir) los cimientos y andamios de su propia existencia como quien completa con éxito una maqueta de Lego. De hecho, tan preocupados estamos en el porvenir que con frecuencia se olvida la trascedencia del pasado y el futuro como componentes consustanciales del devenir constante de la vida.

Aplicada esta breve y apresurada disertación al terreno puramente práctico; todos soñamos con una buena casa, con piscina o playa colindante a ser posible, un empleo suficientemente satisfactorio como para aceptar la inevitable condición social de trabajar, una familia y un círculo social ventajoso, elementos materiales en toda su amplio y heterogéneo abanico de oportunidades… y sobre todo un futuro sobre el que volcar todas las inquietudes derivadas de la frivolidad crónica de nuestras existencias, como si cubriésemos la dura y fría superficie de una mesa con multitud de cachivaches inútiles con el propósito de olvidar que sigue estando ahí, con sus inevitables interrogantes.

Hay que reconocer que nos lo hemos montado bien. El sistema capitalista también nos ha echado una mano. Mientras tanto, el resto de la humanidad sigue viviendo adherido a su presente y pasado como una mosca que no cesa de golpearse contra un cristal y que sabe que no lo va a atravesar por una cuestión de física elemental.

Más allá de la idoneidad o no de nuestra cosmovisión existencial futurista, cabría preguntarse que ocurrirá cuando las condiciones vitales que garantizan ese modo de emplazarse en el mundo, tales como un trabajo estable, una vivienda o unas perspectivas de prosperidad, desaparezcan sin previo aviso hasta sumirnos en la más absoluta de las insustancialidades. Al fin y al cabo, no a todos les puede tocar la lotería (y de sueños sólo se vive hasta que el hambre aprieta), o convertirse en último famoso bendecido por la fama de un reality show.

Cada día que transcurre, cientos de españoles experimentan un paulatino recorte de su futuro. Cada subida del IVA, de la factura de la luz, de la cesta de la compra o de la cifra de desempleados, disminuye las esperanzas de la ciudadanía en un porvenir del que ya no se sienten responsables. Ya no son capaces de construir su vida conforme a sus propias decisiones, por lo que los cimientos de la construcción se tambalean a merced de los vaivenes de las circunstancias. Quizás en algunos años, tengamos más en común con los bantúes que con las élites occidentales. Será entonces cuando hayamos perdido definitamente el futuro.