En una época en la que el Google Maps y un sinfín de dispositivos móviles de geocalización han desterrado la primitiva fascinación del ser humano por desvelar las características de lo ignoto, una figura como la del explorador escocés David Livingstone (1813-1873) adquiere de forma natural la categoría de mito. No sólo por ser el descubridor de las imponentes cataratas Victoria, también conocidas, en una versión más poética y fiel a la realidad, como Mosi-oa-Tunya, «el humo que ruge» en la legua de los makololos, o del río Zambeze, el cuarto en longitud del continente africano; sino por hacer de su vida una mera excusa para experimentar la aventura hasta sus últimas consecuencias.

 

Cuando Livingstone arrivó al puerto de Ciudad del Cabo en 1841 en misión evangelizadora, el continente africano era aún una vasta incógnita para el hombre blanco. A pesar de que desde siglo atrás los contactos comerciales con las ciudades costeras eran una práctica habitual, las incursiones en territorios continentales habían sido muy limitadas y por mediación de las armas, dado el temor que despertaban las tribus locales entre los colonos. Sudáfrica era, por aquel entonces, un país en construcción donde los bóers (o afrikáners), que se habían instalado en la zona dos siglos antes procedentes de los Países Bajos, y los británicos, que habían declarado El Cabo como colonia del Imperio algunas décadas antes, arrebataban paulatinamente las ricas tierras de la región a zulúes y xhosas, entre otras tribus, antes de enzarsarse entre ellos en dos guerras consecutivas por el control del territorio.

África era (y probablemente lo siga siendo) un inabarcable tablero estratégico para los intereses del régimen imperialista europeo donde confluían políticos sagaces, comerciantes codiciosos, militares implacables y una variopinta pléyade de románticos y vividores de diversa índole cautivados por la libertad dispensada por un continente sin reglas establecidas. Livingstone, sin embargo, nunca encajó en ninguna de esas categorías. Su vocación religiosa, auténtica razón de su traslado a África, fue remitiendo poco a poco en favor de una vertiente más antropológica que lo llevarían a ser respetado y admirado por las tribus con las que entró en contacto en una época en la que el hombre blanco no solía ser recibido con agasajos en virtud a su inmoderada costumbre de saquear aquello que consideraba de su provecho.

Livingstone se introdujo en la espesura del África inexplorada y abrió los caminos hasta su corazón mismo. Con poco más de 30 años descubrió el río Ngami tras cruzar el desierto del Kalahari, en la actual Bostwana, así como el Quango, afluente del río Zambeze. Recorrió miles de kilómetros desde la costa atlántica de Angola hasta el océano Índico, en los territorios de Mozambique, convirtiéndose así en el primer europeo en cruzar de oeste a este el continente. Tan sólo con un liviano equipaje y sin más protección que una escopeta de caza. Los enigmáticos espacios en blanco que ocupaban buena parte de los mapas africanos de la época fueron completándose con las detalladas descripciones que Livingstone ofrecía a la Royal Geographic Society de Londres, incluyendo una de las cataratas más impresionantes del mundo, de 108 metros de altura, denominadas como Victoria en 1855 en honor a la reina.
Livingstone era ya por entonces un personaje célebre en Reino Unido cuya fama se acrecentó de forma notable tras la publicación de su libro Viajes e investigaciones de un misionero, donde plasma los aconteceres de un inverosímil periplo por un mundo desconocido y antagónico al estilo de vida de la sociedad victoriana. Livingstone no fue sólo el explorador por excelencia del África austral, sino uno de los más denodados artífices del del «sueño de África», un indeterminado y romántico sentimiento de fascinación por el continente negro que ha atraído a miles de hombres blancos en busca de las aventuras que exploradores y escritores plasmaron en sus escritos a lo largo de las décadas posteriores a las primeras colonizaciones.

A su regreso a África en 1866 en una expedición financiada por la Royal Geographic Society para corroborar la fuente del Nilo que había hallado años antes Speke en el lago Victoria, Livingstone debió enfrentarse de nuevo a las constantes enfermedades y a las deserciones de muchos de sus porteadores, quedándose solo, sin víveres ni medicinas en los más profundo de la provincia del Tanganika. Desapareció del mapa, puesto que este aún no existía en el corazón de África.
Este hecho marcó entonces el inicio de una de las expediciones más populares y decididamente temerarias de la historia humana, financiada por una periódico de masas norteamericano, el New York Herald, y a cargo del que sería otro de los nombres propios de la exploración africana, Henry Morton Stanley. Cuando este, tras una largo viaje por el continente, encuentra en un remoto lugar de Ujiji a un hombre blanco, sus celebérrimas palabras no fueron otras que: «Doctor Livingstone, supongo». Desde luego, no había más europeos en centenares de kilómetros a la redonda.

A pesar de su deteriorado estado de salud, Livingstone no abandonaría África. Pasaría un año desde su despedida de Stanley, en 1872, cuando la malaria, la disentería y unas hemorroides mal curadas acabaron con su vida. Pero el viaje no acabaría ahí. Después de que su corazón fuese enterrado en los alrededores del pueblo de Chitambo, en la actual Zambia, bajo un árbol Mulva, su cuerpo emprendería un largo recorrido de más de ocho meses por las entrañas del continente hasta la costa tanzana. en Bagamoyo. De ahí sería trasladado a Inglaterra, donde se celebró el funeral el 18 de abril de 1874, casi un año después de su muerte, en la abadía de Westminster, junto al resto de personajes insignes del Imperio.

Tal y como recoge Javier Reverte en El sueño de África, Livingstone vertebró su misión en torno a tres elementos: cristianismo, cultura y comercio. Más que un explorador, este pretendía abrir vías al mundo para luchar contra la lacra del esclavismo, que desde hacía varos siglos desangraba el continente mediante las mortíferas caravanas del terror. Livingstone creyó en la necesidad de acabar con todo esto, para lo cual concebía fundamental favorecer el desarrollo cultural de los pueblos, al mismo tiempo que se sustituía la mercancía humana por las materias primas de las distintas regiones. De ahí el profundo respeto que logró cosechar entre la población africana, que siempre lo vio como un mzungu (hombre blanco) diferente.

Hoy, 19 de marzo, se cumplen 200 años desde el nacimiento de Livingstone, y en la ciudad zambiana homónima se han preparado un buen número de actividades para conmemorar la efeméride. En todo el mundo, el nombre del temerario doctor resuena aún con fuerza, indenme su fama al paso del tiempo, al tiempo que su corazón sigue latiendo en lo más profundo de un continente que aún precisa de más hombres como él.