La indignación de los diputados se aplacaba paulatinamente. Las primeras horas habían sido tensas. Nadie sabía nada. Se vertían acusaciones entre los diferentes grupos arbitrariamente, con una ira hibernada durante meses, incluso años, que ahora desbordaba la lógica de la situación.

Dos portavoces se habían enzarzado en una acalorada discusión que acabó en unos golpes fugaces reprimidos por la determinación de algunos compañeros en separarlos y evitar la violencia en el hemiciclo. Fue el punto culmen del nerviosismo en la sala. Tras este hecho, la tirantez de la atmósfera se fue distendiendo. Pero aún nadie sabía nada.

Como cada martes, la sesión parlamentaria se inició con toda normalidad. Los protavoces de los diferentes partidos políticos se sucedieron en el atril y las críticas desde uno y otro bando se desarrollaron, del mismo modo, con toda normalidad. Nada parecía presagiar que algunas horas más tarde las puertas del Congreso permanecerían cerradas impidiendo que todos los allí presentes pudiesen abandonar el edificio.

Eran las once y media de la noche. Todavía quedaban algunos corrillos de diputados comentando los sucesos o elucubrando posibles soluciones, pero la mayoría se hallaba ya en sus respectivos asientos, algunos con la mirada perdida, otros con las manos ocultando su rostro, incluso dos o tres veteranos parecían dormitar con la boca levemente abierta. Hacía algo más de dos horas que habían perdido el contacto con el exterior. Los teléfonos móviles habían dejado de funcionar en torno a las nueve, la conexión a Internet cayó poco después. Lo último que conocieron es que una muchedumbre había rodeado el Congreso.

No existía ninguna convocatoria en las redes sociales que previese una manifestación de estas características. Los últimos meses habían sido especialmente turbulentos en la capital, pero la actuación de las fuerzas de seguridad coartaron cualquier tipo de brote insurrecto. Las críticas arreciaron, naturalmente, a raíz de la represión ejercida contra los manifestantes. Incluso desde algunos grupos parlamentarios se exigía la dimisión del Ministro del Interior y el jefe de la Policía Nacional. No obstante, con caracter informal, los dirigentes de estos partidos felicitaban a los acusados por la labor desempeñada.

Tras estos hechos y sumarias detenciones, las situación pareció estabilizarse. Al menos hasta hoy. Algunas voces comenzaron a hablar de un posible golpe de estado y de la necesidad de sacar al ejército a las calles. El presidente del Gobierno pidió calma. Pero ciertamente, este tampoco parecía estar sosegado. El mayor temor de un político es que la ciudadanía se percate del engaño que ha sido objeto. Y todo parecía indicar que así habia sido.

Justo a la medianoche, una voz del exterior resonó en la Cámara. «Señores diputados, están todos ustedes relevados del cargo para el que fueron elegidos democráticamentes pues democráticamente el pueblo ha decidido retirarles su confianza. Las fuerzas de seguridad del Estado, como parte integrante de ese pueblo al que además sirve diligentemente, secunda las disposiciones decretadas por los colectivos miembros de esta iniciativa. Hoy comienza un proceso constituyente del cual están excluidos por la irresponsabilidad demostrada a lo largo de los últimos años (sino siglos). Pueden abandonar el edificio, no deben temer por su integridad física».

El silencio se forjó en el hemiciclo. Se podía oir la respiración entrecortada de algunos de los diputados. La primera en hablar fue una ministra del gobierno conservador: «Debemos responder con toda la firmeza posible. Esto es intolerable. Si la policía y el ejército no responden, es necesario acudir a fuerzas extranjeras para solucionar este disparate». Muchos asintieron con convencimiento, otros sacudían la cabeza en sentido negativo. El siguiente en intervenir fue un diputado de un grupo minoritario; «Lo que hay que hacer es conformar un gobierno de coalición con todas las fuerzas del Parlamento y presentar un frente común». Algún aplauso aislado. «Esto puede ser simplemente un estafa, un bulo. Propongo que salgamos y conversemos con los golpistas», se escuchó a otro integrante del partido de la oposición.

Tras media hora de debate, se acordó mayoritariamente salir de la sala y exigir la protección de la Policía para poder negociar. Se llegó incluso a hablar de sustanciosas sumas de dinero y cargos de importancia para sobornar a los líderes de los sublevados.

Cuando la puerta del Congreso se abrió, los diputados y miembros del gobierno pudieron ver una calle solitaria, vacía de ruidos y personas, un páramo urbano azotado por un viento frío e inclemente. Tan sólo había, justo frente a la puerta del edificio, a unos diez metros, una pancarta de grandes dimensiones con letras negras impresas; «No mereceis nuestra ira. Marcharse y no volvais».

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