Siempre me he preguntado que extraño poder de sugestión detenta esa combinación de colores y símbolos impresos en una tela como para ser susceptible de movilizar voluntades de forma masiva y unívoca. Mi relación con las banderas nunca ha sido particularmente estrecha.

De hecho, la distancia que mantengo respecto a estas resulta similar a la establecida con esa cohorte de ideólogos de la patria a sueldo de los grandes hombres de negocio o, lo que es lo mismo, del poder. Al fin y al cabo, qué son realmente los denominados nacionalismos sino letanías emocionales para embaucar al pueblo al tiempo que se le expolia con el mismo ímpetu que son coreados los himnos que lo enardecen.

No es casualidad, por tanto, que el auge de los movimientos nacionalistas en Europa a finales del siglo XVIII y buena parte del XIX coincidiera con el desarrollo de la conciencia romántica que impregnaría los postulados de las revoluciones liberales e instituiría una nueva cosmovisión basada en el individuo, en el Yo, como centro indisoluble de la existencia humana. Esta perspectiva, trasladada al ámbito político, daría lugar a un repliegue localista posibilitado por el arraigo del Estado-Nación en todo el continente, una atomización territorial patente en la que se pondría en valor las particularidades inherentes a cada lugar en un proceso avivado por un literario sentimiento de pertenencia.

Este proceso, evidentemente, obedecía también a razones históricas, como la paulatina caída de los regímenes imperiales que durante siglos pervivieron en Europa aglutinando grandes extensiones de terreno, desde Carlomagno hasta Napoleón pasando por Felipe II o la propia civilización romana. No obstante, el auge de la burguesía comercial y su desmedida ambición por acaparar el poder al que aún se aferraba la nobleza, facilitó el desarrollo de un discurso enaltecedor en torno a la soberanía del pueblo, la libertad o el sentimiento nacional, cuando en realidad el objetivo era mucho más pragmático; asaltar las estructuras de poder y no precisamente para entregárselas a la ciudadanía.

En la actualidad, el nacionalismo cuenta con dos vertientes paradójicas. Por un lado, la globalización económica y cultural (sendas caras de una misma moneda, al fin) ha tendido a diluir las fronteras de las naciones y a imponer una visión de la realidad más o menos unívoca, al menos en lo que podríamos catalogar el bloque occidental. Sin embargo, por otro lado, esta homogeneización de los flujos de dinero, información e ideologías ha provocado al mismo tiempo un movimiento de retroceso hacia posiciones localistas a través de las que se reafirma una suerte de identidad colectiva más cerrada y exclusiva.

En realidad, este último aspecto no significa más que una estrategia política para canalizar la voluntad del pueblo hacia una serie de intereses de la clase alojada en el poder. Pues, de cualquier forma, los ciudadanos de un territorio concreto seguirán viendo las mismas películas en el cine y los mismos formatos televisivos, escuchando idénticas canciones, recibiendo una información exterior similar, o comprando análogos productos de consumo, que aquellos del pueblo de al lado o de la otra orilla del mundo. Es decir, que en un mundo globalizado, si bien existen particularidades de acuerdo a las latitudes en las que nos encontremos (siempre refiriéndonos a Occidente), la cosmovisión de las personas tiende cada vez a ser más homogénea y compartida con el resto de comunidades humanas.

Así pues, ¿cuál es el sentido de los movimientos nacionalistas que erigen la diferencia respecto a los demás como elemento central para vertebrar un discurso más emocional que racional? Sencillamente el mismo que a lo largo de la historia se ha repetido una y otra vez; cuanto menor sea el territorio o el ámbito de jurisdicción, mayores serán las posibilidades para ejercer el poder en todas sus vertientes y sin trabas impuestas por un órgano central. En resumidas cuentas, el nacionalismo es la opción que se abre cuando se está cansado de trabajar de camarero y se decide tomar las riendas del restaurante. Todo lo demás (banderas, himnos, soflamas patrioteras…) son sólo estupideces para encandilar a los idiotas.