Hoy, 15 de Mayo, se conmemora el aniversario del mayor movimiento ciudadano espontáneo desarrollado en la historia de nuestra breve democracia. Hasta ese momento, parecía inconcebible que miles de personas salieran a las calles con el único objetivo de protestar contra un orden político injusto.

El espíritu crítico de la sociedad española parecía no estar en su mejor momento y los niveles de indolencia desfasaban toda posibilidad de reacción. Y entonces llegó la revuelta, la insurrección inaudita. Nadie estaba preparado para esa súbita explosión de inconformismo, y mucho menos la casta de políticos que habían conducido a la ciudadanía a un estado de decepción y desconfianza crónicos.

Pero la efervescencia del movimiento remitió paulatinamente a medida que las legiones de indignados se retiraban de las plazas públicas españolas. Era el momento de trabajar en los barrios de las ciudades, a pie de calle, aglutinando al mayor número de personas posibles para las que el movimiento significara algo más que un instante de desahogo colectivo. Aunque ello estuviese ligado a ser desterrados de los medios de comunicación nacionales y, por ende, de esa opinión pública volátil por la que la actualidad de ayer es apenas un vestigio del pasado de la conciencia social.

Muchos habían pronosticado que, a pesar de la efeméride, el 15-M no conseguiría congregar a un número sustancial de personas de nuevo en las calles, que se trataba de una corriente trivial, sin verdadero fondo ni capacidad de acción. No obstante, miles de ciudadanos volvieron a clamar contra la sinrazón del sistema, la ineficacia de los partidos políticos tradicionales, o la carencia de horizontes para las nuevas generaciones del país, en movilizaciones cada vez más heterogéneas nutridas por jóvenes, desempleados o jubilados.

A pesar de ello, surge de forma automática la pregunta ineludible; ¿Y ahora qué hacemos? La alergia suscitada en un importante sector del 15-M hacia cualquier tipo de asociación o institución política a partir de la cual desarrollar los postulados del movimiento arroja no pocas dudas acerca de su futuro como agente social de peso en el país. La simpatía despertada entre la sociedad no será inagotable, más aún cuando sus demandas continúen siendo desoídas de modo sistemático por la clase política (a excepción de algunas medidas impulsadas por algún partido de la izquierda) y sus actos de protestas paulatinamente desamparados por el favor popular. El interés (o quizás podríamos denominarlo consumo) de la sociedad contemporánea es perecedero, dinámico, profundamente inestable. Y un movimiento como el 15-M puede ser una víctima perfecta para ser engullida por la implacable maquinaria de la rutina y la indiferencia que vertebra la sociedad actual.

En una coyuntura de crisis como en la que estamos insertos, se precisa de un contrapeso efectivo a la política tradicional ejercida por los partidos, un actor identificable entre la amalgama de voces discordantes de la actualidad que implemente una presión coherente contra el ámbito de toma de decisiones. El tiempo de la espontaneidad y el rechazo a cualquier forma de organización estructurada debe concluir pues es inoperante. Las asambleas son un ideal romántico que fomenta en sí mismo el igualitarismo social, sin embargo no puede ser la base de una acción política cohesiva y eficaz.

El 15-M cumple hoy un año con el temor de no ser más que una anécdota épica y admirable en nuestra historia sin una auténtica influencia en el destino del país. Vuelve a surgir la pregunta, ¿Y ahora qué hacemos? Pues debatir el modo de llegar a ser partes de ese sistema en lugar de arrojar soluciones que nadie atenderá.

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