En tiempos de crisis siempre existen empresas que, a pesar de las dificultades económicas, logran obtener una serie de beneficios inalcanzables en época de bonanza: los cobradores de morosos, los fabricantes de marcas blancas, los bancos, los partidos de la oposición, los zapateros (y me refiero a aquellos hombres que arreglan zapatos o trabajan con el cuero, aunque pensándolo bien a algún Zapatero la crisis le ha permitido una jubilación anticipada bien retribuida) o las tiendas de chinos. Pues bien, a tenor de los últimos acontecimientos, hay otro sector en franco crecimiento; el de las banderolas y pancartas.

Tras ocho años en los que las únicas movilizaciones del país han venido de la mano del 15-M (y estos se manufacturaban sus propias proclamas), algunos empresarios dedicados a las serigrafías e impresiones a gran formato creían que su negocio no tardaría irse a pique. Sin embargo, las últimas elecciones legislativas y la consecuente victoria del Partido Popular ha revitalizado la producción, y de qué manera. Los sindicatos vuelven a funcionar tras un dilatado letargo y sacan a la calle a miles de personas en protesta por la enésima reforma laboral del país. Ahí radica la auténtica mina; a cada una de esas personas le han puesto en la mano una pancarta o una banderola de color rojo y con las siglas de los trabajadores.

Los líderes de los sindicatos ahora lucen pletóricos. Durante la era socialista y, concretamente, a lo largo de sus últimos y agonizantes meses, se percibía una incomodad evidente en cada una de sus apariciones, como si una mano invisible los empujara a pregonar enunciados en los que no creían o a convocar manifestaciones de las que no se sentían orgullosos. Ni siquiera importaba que la reforma laboral de Zapatero, en la que se ampliaba en dos años la edad de jubilación y se aumentaban los años de cotización indispensable para su pleno disfrute, atentara contra las esperanzas de un futuro halagüeño para todos aquellos jóvenes que, con la treintena en el horizonte, ni siquiera pueden fantasear con un empleo digno. Era como si traicionaran a sus orígenes, a su propia coherencia interna, o quizás a la mano que les da de comer.

La cuestión es que, al fin, se han liberado de esa presión. Y es que estar en la oposición siempre es más cómodo que detentar la responsabilidad de toda una nación de personas desempleadas. La última reforma emprendida por el Partido Popular, tan salvaje como la anterior, supone una excusa irrenunciable para que vuelvan a llenarse las calles de banderolas, de símbolos obreros ya olvidados, de siglas carentes de significado alguno, de personas que durante ocho años han permanecido encerradas en sus casas por un servilismo político que les impedía pronunciarse según su propia ideología.

Es una lástima que las protestas de este fin de semana carezcan de toda legitimidad por una falta de coherencia política que es difícil de olvidar. Y el Partido Popular lo sabe. Mientras cientos de miles de personas se manifestaban, sus dirigentes celebraban apaciblemente el ‘Congreso de la Unidad’, sabedores de que es algo que entra en el guión de los próximos meses. Los recortes continúan, sin embargo los índices de intencionalidad de voto se mantienen y las distancias con el PSOE se acentúan.

Mientras el sentir popular (de desánimo, ira, desesperanza, hartazgo…) siga cooptado por los sindicatos y los partidos políticos que no hicieron nada mientras gobernaron, las protestas y huelgas no serán más que anécdotas de una legislatura que se prevé exitosa para el impasible Presidente.

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