«Joven licenciado y con máster, aptitudes reconocidas en idiomas y muy trabajador busca cualquier tipo de empleo». De esta manera es como nos ofrecemos los universitarios de la llamada ‘generación perdida’; en una farola, expuestos a la curiosidad de los viandantes, compartiendo espacio con las inmigrantes que se postulan para cuidar a nuestros ancianos.

Ya ni siquiera importa cuál sea el trabajo mientras este sea remunerado mínimamente. La vieja expresión de «está trabajando en lo suyo» ha perdido tanta práctica que es difícil escucharla hasta en los corrillos de los barrios, donde las antaño orgullosas madres y abuelas prefieren ahora callar, respetar el tabú de nuestros días; el desempleo. Incluso esta palabra está perdiendo paulatinamente su valor pues no acoge bajo su seno a todos aquellos que ni siquiera han tenido la oportunidad de estar en algún momento empleados.

¿Qué son, entonces, los jóvenes que han finalizado sus estudios universitarios y que ahora apenas tienen un resquicio de esperanza en un futuro laboral digno? ¿Cuál es la forma legal más apropiada para catalogar a una masa de individuos condenados a vivir de sus padres, igualmente golpeados por la crisis, y enzarzados en una competición fraticida por, en el mejor de los casos, un minijob que les permita pagarse el bonobús?

Nuestros gráciles políticos, ahora inmersos en el trascendental ‘proceso de ajuste’, son especialmente habilidosos para la forja de eufemismos que oculten la cruda realidad que asola a la ciudadanía. En su momento lanzaron el órdago con la ‘generación ni-ni’, sin embargo la inesperada erupción del volcán de la indignación durante el pasado mes de mayo mostró que los jóvenes no eran tan zombis como se pensaba y su tolerancia hacia calificativos despectivos tenía un límite.

Así, han preferido optar por el silencio; ¿qué decir, al fin y al cabo, ante una situación de injusticia social y falta de oportunidades comparable con el fenómeno emigratorio de los años 50? España se asemeja cada vez más a una espesa selva sin más regla suprema que el recorte y donde impera un sálvese quien pueda generalizado.

Y de este modo hemos llegado a colgar carteles en farolas suplicando por un puesto de trabajo en lo que sea. Hace años la hostelería era un eficaz campo de entrenamiento para universitarios con problemas iniciales para hallar su camino profesional; ahora, parece constituir la primera opción irrealizable para muchos de ellos.

El pesimismo no es, sin duda alguna, una actitud conveniente para afrontar un panorama ya de por sí suficientemente desolador. No obstante, ¿cómo hacerse hueco en el páramo en el que ha devenido nuestro país? No sólo se trata de la crisis endémica de empleo, sino de una carencia evidente de originalidad, de voluntad política, de respecto a la ciencia, de honestidad de nuestros representantes. La única salida parece ser, cada vez más, hacer la maleta y buscar el destino para el que hemos sido formados más allá de nuestras fronteras.

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