El entusiasmo del votante medio mexicano por unas nuevas elecciones electorales se antoja ante los ojos de cualquier foráneo como algo insólito. Si se analiza detenidamente el devenir histórico del país centroamericano es fácil de constatar la escasa prodigalidad de sus políticos a la hora de cumplir sus promesas. De hecho, resulta casi una quimera destacar a un líder que haya permanecido firme en sus ideales iniciales (si los tenía), dando como resultado la que probablemente sea una de las castas políticas más corruptas que hayan existido a tenor de los problemas que, aún hoy, siguen acuciando a la población mexicana.

No obstante, ahí van, pertrechados con banderas, camisetas y pancartas cientos de personas a los numerosos actos de campaña dispersos por las calles de la hermosa Morelia, capital del estado de Michoacán. Este fin de semana se celebrarán nuevos comicios y los tres grandes partidos en liza (el PRI, el PAN y el PRD) se esfuerzan por congregar al mayor número de seguidores en una clara manifestación de un falso poder popular.

El sábado, los alrededores de la Catedral se tiñieron del amarillo del partido de izquierda (si aún resiste algo de ideología entre sus filas), mientras que el domingo por la mañana la plaza principal quedó completamente vallada para el exclusivo uso y disfrute de la marea roja del PRI (la derecha más tradicional). El jolgorio continuaría a la noche, con la fulgurante actuación del famoso cantante Alejandro Fernández con motivo del cierre de campaña del PAN (partido del actual presidente federal Felipe Calderón).

Tal y como afirman muchos políticos españoles con la ranciedad que los caracteriza, esto no es más que la fiesta de la democracia. Cuesta creerlo, la verdad. Cuesta creer en la clase política cuando la mitad del país se encuentra controlado por bandas de narcotraficantes (en connivencia con algunos responsables gubernamentales), entre esas zonas Michoacán; cuando existen amplios sectores sociales excluidos sin posibilidad de mejorar su maltrecha calidad de vida; cuando las ingentes fuentes de riqueza del país continúan siendo expoliadas por grandes transnacionales extranjeras para el lucro de unos pocos. Así, cuesta creer en la democracia.

Sin embargo, o bien la gente no termina de perder la fe, o sus votos han sido definitivamente comprados por la maquinaria electoral fraudulenta de los grandes partidos. Pues ese fervor, esa pasión colectiva, no puede ser real. En España, para bien o para mal, se ha desarrollado una indiferencia generalizada hacia la política y las elecciones (a pesar del empecinamiento de los medios de comunicación manipulados), por lo que los actos de campaña suelen realizarse en recintos cerrados con una depurada escenografía. A la gente le resultaría embarazoso ir por la calle con una bandera partidista o con una camiseta con la cara de Rajoy impresa, fundamentalmente porque las miradas del resto serían demasiado incisivas. Al fin y acabo, ¿quién sigue confiando en nuestros políticos?

México, por el contrario, es un país contradictorio. Las luchas campesinas del siglo pasado parecen haber capitulado y la población se ha terminado de acostumbrar a la corrupción endémica y a la indecencia política. Dentro de cuatro años, independientemente del vencedor de este fin de semana, la Catedral de Morelia volverá a presenciar el desfile de camisetas rojas, amarillas y azules, sin embargo, los problemas persistirán, la inseguridad continuará quitándole la vida a las ciudades, y los ricos y los pobres, como desde hace siglos, seguirán siendo los mismos. 

www.SevillaActualidad.com