La saturación informativa a la que el ciudadano medio se ve expuesto cada día como si de un maquiavélico plan de aturdimiento se tratase, ha provocado que el impacto de las auténticas grandes noticias se difumine en un proceso rutinario. En la última semana hemos asistido al abandono de las armas de un grupo terrorista que ha amedrentado a España a lo largo de más de tres décadas, y a la caída definitiva de un caudillo enrocado en la cúpula del poder libio durante otras tantas.

Y sin embargo, tras la impronta de la actualidad, todo parece ser condenado al olvido paulatino. De hecho, ETA, cuya capacidad para asesinar había disminuido sustancialmente en los últimos años, parece ser ya un vestigio del pasado, un triste episodio de nuestra historia finalmente superado por su definitivo adiós a las armas. Sin embargo, las ideas y doctrinas permanecen más allá de las decisiones de las personas individuales, su arraigo en el imaginario colectivo es tan vigoroso que ni la política, ni el tiempo, ni la represión pueden extirparlas.

ETA es la manifestación violenta de un sentir compartido en un sector de la población vasca; tras su final, los preceptos que esta comunidad ha blandido durante décadas no cambian en ninguna medida, el problema sigue existiendo. La cuestión radica ahora en operar con inteligencia la inclusión de este grupo en las instituciones democráticas, pese a quien pese, con el objeto de evitar nuevas derivas violentas.

Contaminados por la instantaneidad informativa, apreciamos la realidad a través de escuetos titulares sin apenas percatarnos del trasfondo, de la historia, del cuerpo de la noticia. Puede que anunciar el final de ETA sea suficiente para muchos, pero de ningún modo se corresponde con la realidad. De igual forma,  los sanguinarios videos del asesinato del ex tirano de Libia, Muamar el Gadafi, no marcan el final de una era de terror tras la que se abre un periodo de paz y democracia.

La guerra civil desatada con la estrecha colaboración de la OTAN (tras décadas de connivencia con el dictador) en el seno del pueblo libio dificulta enormemente un periodo de transición política pacífica en un país tomado por grupos armados que operan con total impunidad. Igualmente para muchos la muerte de Gadafi (celebrada en algunos casos por periodistas y políticos con inusitado sadismo vengativo cuando antes sólo existió indiferencia) es suficiente para cerrar el episodio concerniente a ese país. Y, efectivamente, la menguante cobertura informativa así lo reflejará. Ahora bien, los problemas persistirán, aunque ya no habrá nadie interesados en conocerlos.

Esta concepción determinista del mundo parece ayudarnos en nuestra cotidiana tarea de supervivencia, nos hace sentirnos más seguros, más sabios, más acordes con los cambiantes flujos de actualidad que nos rodean. Y yo, desde luego, no soy nadie para incomodar al pensamiento oficial. Así pues, tan sólo queda felicitarnos por el avance realizado por la humanidad en la última semana; – 1 grupo terrorista – 1 dictador = 1 mundo feliz.

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