El fotógrafo mexicano Manuel Álvarez Bravo sostenía que «cuando los ojos ven lo que nunca vieron, el corazón siente lo que nunca sintió». Bajo esta sencilla premisa que muchos tildarían de una meridiana evidencia se halla el sentido último de ese impulso irracional y apasionado que mueve al ser humano a descubrir nuevos lugares, realidades opuestas y costumbres singulares; que nutre, al fin, el espíritu del viajero incansable, aquel que hace de su vida una perpetua experiencia ante lo desconocido.

Cuando ese viajero divisa por primera vez a través de las exiguas ventanas del avión el imponente horizonte sin fin de la Ciudad de México, una extraña sensación de insignificancia se apodera de su ánimo, como si el egocentrismo larvado en la cultura occidental durante siglos y transmitido sin remisión a sus descendientes se desvaneciera ante la certidumbre de pertenecer a un todo mucho más inabarcable de lo que nuestra percepción misma es susceptible de tolerar.

Aquí, en este preciso lugar que durante largo tiempo no fue más que una vasta cuenca anegada de agua, conviven más de veinte millones de personas en un imposible equilibrio de voluntades. La ciudad es un organismo vivo que palpita a cada instante por el movimiento sincrónico de sus habitantes en la más majestuosa creación del género humano; el verdadero hallazgo no se encuentra en grandes obras arquitectónicas, instalaciones eléctricas o extensos sistemas de transportes, sino en la conformación de una gigantesca comunidad con capacidad de subsistencia, en un reducido espacio físico, y mantenida en relativa paz.

Resulta hipnótico observar la improbable armonía del bullicioso tráfico de automóviles en las congestionadas arterias principales de la urbe, donde el ruido mecánico de los renqueantes y atestados peseros (autobuses) se mezcla con la repetición infinita de cláxones de presurosos conductores.

Todo ofrece un aspecto salvaje a pesar de su fisonomía urbana, como si el tamaño desmesurado de esta hubiese propiciado una coordinación instintiva más allá de las disposiciones de las instituciones oficiales; es la gente la que tiende a cubrir sus necesidades de forma autosuficiente a partir de una extraordinaria adaptación al medio.

El viajero se enfrenta a una realidad desconocida, y como tal, las sensaciones suscitadas a partir de esta se desencadenan de modo imprevisible. Frente a sus ojos se da cita un sugestivo espectáculo humano por descubrir desplegado con todas sus bondades y contradicciones. ¿Cuál es el verdadero sentido de la vida sino sorprenderse cada día ante lo desconocido?

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