La década de los ochenta fue una época de solidaridad generalizada con las cíclicas hambrunas que asolaron buena parte del continente africano. Las imágenes de niños desnutridos de aspecto grotesco poblaron las televisiones de un primer mundo que cada estaba más sólo en la cúspide del desarrollo. La compasión y la caridad eran tendencias en boga, un mecanismo de autosatisfacción espiritual que una vez ejercido toleraba el consumo desaforado en una coyuntura de bonanza económica. Se acallaba, pues, esa voz interior que sugería que su hambre era nuestra gula.

Las epidemias, los conflictos bélicos y las sequías se han sucedido desde entonces con carácter periódico, fiel a su trágica cita con el espectáculo dantesco que aún hoy es el denominado ‘tercer mundo’. Sin embargo, las muestras de humanidad, si realmente pueden ser catalogadas de este modo, se han ido paliando con el paso del tiempo; una sensación de hartazgo ante la desgracia de los demás se ha instalado en el inconsciente de la civilización ‘avanzada’, como si de un eterno déja vù sin remedio se tratase. Al fin nos hemos inmunizado.

Una vez más, África se muere de hambre. Somalia, Etiopía, Kenia y Djibuti se enfrentan a una de las peores sequías del último siglo, lo que ha desencadenado una crisis nutricional que amenaza las vidas de más de 10 millones de personas. Los cultivos son páramos desiertos en una región que depende en un 80% de la agricultura. Por si fuera poco, la emergencia alimentaria se imbrica con el clima de violencia instalado en Somalia, desde donde cientos de miles de personas huyen a campos de refugiados de países vecinos, también arruinados por la sequía.

UNICEF habla de más de dos millones de niños en peligro de muerte, sin más esperanza que la ayuda inmediata de la comunidad internacional. La ONU aseveraba incluso que, si no se recibían los 1300 millones de dólares estipulados para frenar la emergencia en las próximas semanas, tres millones de personas (la mitad de la población de Somalia) morirían de hambre en el más implacable de los silencios.

Resulta inquietante pensar que el destino de tantas vidas depende de la solidaridad de un mundo dominado por el miedo a los números rojos de su peculiar mercado de sombras. La mitad de la población mundial se debate por la supervivencia que le reportaría un puñado de arroz; la otra mitad permanece en vilo por el devenir de las acciones, el ánimo de los inversores o el progreso de los tipos de interés. Esto sí es la auténtica comedia humana.

Ya ni siquiera el sentimiento piadoso se mueve a favor de los desheredados, pues, ¿cómo sostener la opulencia de las instituciones religiosas si estas no pueden ‘pasar el cepillo’ a millones de almas que apenas tienen para vivir? Al menos siempre queda la esperanza de que Dios esté junto a los más débiles, imperceptible y silencioso, como un ave de carroña que sobrevuela los cuerpos inermes de sus fieles. Pues, como todo en esta vida, hay un Dios de primera clase, para aquellos que veneran con histeria el oro y el boato; y otro Dios low cost, de cara menos amable, para aquellos otros que se aferran a una vida injusta e implacable.

El hambre vuelve desecar la vida del Cuerno de África. Millones de personas que perecen en la turbadora calma del olvido. No son víctimas de genocidios, guerras civiles o mundiales, ningún historiador las contabilizará para el horror de generaciones futuras, nadie sabrá que han existido, su huella en la tierra será apenas un exiguo sustento para los gusanos.

Pero este grandioso espectáculo que es el mundo debe continuar, cada uno a sus miserias y ambiciones, a sus sueños y mentiras, a su piedad impostada y a su egocentrismo occidental. Suerte que, en nuestro mundo, hoy día la felicidad se destapa en una botella de refresco y son miles las razones para sonreír. Pero las caretas siempre terminan por desteñir, y es entonces cuando los muertos aparecerán, mostrándonos la barbarie perpetrada durante siglos de expolio e imperialismo.

www.SevillaActualidad.com