Siempre ha existido un cierto morbo disimulado por presenciar la caída en desgracia de los poderosos. La imagen de invulnerabilidad forjada en torno a estos, cobijados bajo la seguridad de la que provee el dinero y los intereses cruzados, parece sugerir de forma indisoluble su contrario, es decir, la humillación pública, el escarnio, el arrepentimiento ante una actitud soberbia y pretenciosa.

Rupert Murdoch, el magnate más internacional de los medios de comunicación, se ha jactado durante décadas de su poder ilimitado ante la opinión pública y la propia clase política, enrocado en su particular torre de marfil desde la que otear el vasto negocio constituido en detrimento de su función consustancial de servicio público. Ahora, cuando un nuevo escándalo se ha destapado y los cimientos del imperio se tambalean, se produce el momento idóneo para pedir disculpas y sacrificar algunas reses descarriadas con el fin de posibilitar su pervivencia, cueste lo que cueste.

Apenas podemos imaginar la embarazosa escena desarrollada entre el veterano propietario de News Corporation y los padres de Milly Dowler, la niña de doce años desaparecida en 2002 a la que los periodistas de News of the World pincharon el teléfono creando pruebas falsas y alimentando las esperanzas de sus familiares a lo largo de seis meses cuando la joven estaba muerta desde el principio; en el encuentro organizado por el magnate en su peculiar ‘tour’ de penitencia impostada por Gran Bretaña. Cuan vacías deberían sonar las palabras de un hombre cuyo vigor empresarial se ha basado en truculentas historias como la de su hija para cubrir las escandalosas portadas de sus lucrativas cabeceras.

No obstante, el imperio Murdoch no sólo se mide por el impacto de un periodismo inmoral y sucio destinado a las clases más populares. Las oportunidades para un empresario con estrechos lazos con el ámbito político son ilimitadas, más aún cuando el beneficio es recíproco y la relación simbiótica. Margaret Thatcher y Tony Blair supieron labrar, a pesar de sus diferencias ideológicas (si estas verdaderamente importan), un excelente vínculo con el propietario de los diarios más influyentes del país, el sensacionalista The Sun y el de referencia The Times; en virtud del cual cosecharon una exitosa carrera política. Sin embargo, aquellos que obstaculizaron la expansión del imperio se toparon con la ira del amo, y si no que se lo digan al tory John Major o al recientemente defenestrado Gordon Brown, acosado en su vida familiar por el acicate de la clase periodística más ruin (llegaron a chantajearlo con la dramática enfermedad de su hijo).

El miedo ha forjado civilizaciones a lo largo de la historia, en nuestros días crea poderes fácticos. El miedo atenaza en Gran Bretaña, cuna de la democracia y la libertad de expresión, y sus tentáculos se extienden hasta la policía y la justicia. Las estrechas relaciones de algunos dirigentes de Scotland Yard con los medios de Murdoch han abierto una profunda crisis de confianza en el país saldada con dimisiones en cascadas, el cierre de News of the World,  imputaciones y un caso que promete continuar engrosándose por tiempo y espacio indefinidos. De hecho, en Estados Unidos ya se investiga las posibles dimensiones del escándalo de las escuchas en tragedias como las del 11-S, a pesar de que Fox continúe haciendo oídos sordos a la realidad.

El gigante se tambalea; los políticos, demasiado tiempo arrodillados ante él, claman por su caída. La profesión periodística, mientras tanto, contiene el aliento a la espera de la extinción definitiva de un modelo indigno. Hemos escuchado durante demasiado tiempo que ‘eso’ era el futuro de la disciplina, algunos incluso lo han creído, pero quizás ahora la justicia y el trabajo insomne de muchos periodistas, como los de The Guardian, nos desvelen el verdadero camino hacia un auténtico servicio a la ciudadanía.

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