Ante la desproporcionada e injusta agresión protagonizada por la policía catalana contra los manifestantes pacíficos congregados en la Plaza Cataluña para protestar por un sistema de poder corrupto y antidemocrático, es difícil contener la rabia que nos embarga. A los que asistimos con pavor a las imágenes brutales difundidas por diferentes medios de comunicación en las que decenas de uniformados apalean indiscriminadamente a personas sentadas en el suelo en actitud serena, nos resulta intolerable que el estado utilice sus aparatos represivos con una contundencia desmedida para acallar el clamor disidente que comienza a despuntar entre la ciudadanía.

El poder precisa del silencio para usurpar sin miedo a la insurrección los derechos y riquezas acumuladas por el pueblo. Y precisamente con ese silencio parece que debe ser respondida esta demostración de fuerza vergonzosa. Un silencio cargado de odio, ira reprimida y asco.

Desde esta humilde tribuna podría cargar dialécticamente contra esa casta de peones con porra y autoridad en exceso; podría aseverar que son unos hijos de puta sin escrúpulos, unos malditos bastardos que reprimen a los de su propia clase bajo las directrices de los opresores (que también son sus opresores), animales de presa lanzados a la cacería rutinaria, aduladores de la violencia gratuita, cabrones sin justificación ética, modelos desarrollados de la anhelada inteligencia artificial (pero sin inteligencia), escoria de una sociedad que no los necesita, canallas, chusma y gentuza variopinta unidos por el gusto por la sangre, la ruindad humana devenida en clase social; sin embargo, no resulta conveniente caer en excesos verbales justificados en una sociedad donde se tolera la violencia estatal pero se rechaza cualquier tipo de desviación de lo políticamente correcto.

Este asedio iracundo y premeditado bien podría extenderse al Consejero del Interior de la Generalitat, Felip Puig, responsable último de arrojar a los perros contra los manifestantes, pero sus ambiciones de notoriedad, aunque viles y degradantes, nos impulsa a dejar en la sombra (la ignominiosa sombra) a esta personaje éticamente censurable y pragmáticamente condenable.

Por el bien del status quo, de la armonía de esta nuestra avanzada sociedad, de la democracia que inspira a sus instituciones, callaremos, pero algún día nuestro silencio será tan atronador que los delincuentes, asesinos y secuaces adheridos, tendrán que huir, pues ni las leyes ni las porras podrán reprimir la indignación.

Viviremos, mientras tanto, bajo el yugo de la crisis económica, las mentiras de los políticos, la dictadura de los mercados y las bolas de gomas de los tarados uniformados, con el único resquicio de esperanza de una libertad que nos niegan cada día. Nuestro sino o nuestro lastre; aún queda todo por decidir.

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