Hace apenas un par de semanas, el hartazgo resignado de buena parte de la sociedad española permanecía cobijado en la soledad de la conciencia individual de cada uno de sus ciudadanos, como un vago pensamiento de desasosiego difuminado en el discurrir cotidiano de sus vidas. Hoy, tras un súbito movimiento colectivo desencadenado de forma espontánea, la indignación ha devenido en acción; una acción de evidente inspiración democrática, independiente, libertaria y, fundamentalmente, social, que revela la pervivencia de un espíritu de combate soterrado durante décadas.

Son muchos los que vuelven a soñar con utopías, revoluciones y luchas obreras, con los valores heredados de aquellos que un día lograron (o intentaron) cambiar el orden natural de las cosas. Ese axioma indisoluble del sistema capitalista que impele a la neutralidad del ciudadano como base de un estado de bienestar ficticio donde prima el consumismo sobre la reflexión y las verdaderas ideas políticas, se ha quebrado en virtud de una demostración demasiado clarividente de la injusticia endémica de este ciclo vicioso de usurpación de los derechos civiles de los ciudadanos en favor del lucro desaforado de sus gobernantes y aquellos que los legitiman.

Los indignados que han tomado las plazas de las capitales españoles han obviado el depauperado papel de los políticos en la configuración de los diferentes ámbitos de la sociedad, para señalar a banqueros, especuladores, hombres de finanzas y grandes empresarios como los verdaderos responsables de una crisis sobrevenida por su codicia e irresponsabilidad. De esa concepción del sistema, donde nuestros representantes no son más que títeres serviles a los intereses de terceros, surge el carácter apartidista de un movimiento al que ni siquiera atañe el resultado de las elecciones, al entenderlas como la extensión institucionalizada de una mentira global.

Ante el desenmascaramiento del espectáculo de sombras y vanidades, el miedo campea entre las estructuras del poder como si de un funesto preludio se tratase. Como reflejo manifiesto, la postura partisana de algunos medios de comunicación que desacreditan, con delirios y  falsedades, la labor de un colectivo que, en una semana, ha contribuido más a la democracia del país que dichos medios en toda su fatídica existencia. Desde columnistas enrocados en su particular atalaya de ‘sevillanía’, hasta modelos comunicativos patrios rayanos en el neo-franquismo; sin olvidar a los temerosos editores de periódicos y portales digitales más interesados en propagar el mensaje de los líderes (o ‘lideresas’) a los que están vinculados que a servir verdaderamente a los intereses informativos de sus lectores.

El vuelco electoral escenificado en España el pasado domingo carece de significación alguna para el desarrollo democrático del país. Los cambios circunstanciales de talante o colores de banderolas no tienen ningún tipo de incidencia en el avance de los derechos de la población, pues los auténticos regentes del sistema permanecen impertérritos a la voluntad popular. Sin embargo, a lo que no pueden quedar indiferentes es a la paulatina toma de conciencia de los ciudadanos, a su incipiente organización horizontal, al intenso debate de ideas desarrollado en las nuevas ágoras del país, a la intransigencia a continuar cautivos de las mismas falacias, a su decidida lucha por acabar con una clase política fraudulenta. Ya ha comenzado, y esperemos que no decaiga, la revolución de los indignados.

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