Siempre pensé que ese pintoresco villano recluido en las áridas montañas de algún país oriental llamado Osama Bin Laden pertenecía a esa incierta categoría de malvados enraizados en el imaginario popular, como el hombre del saco, el tío Camuñas o Freddy Krueger. No obstante, en los últimos días hemos presenciado la súbita caída del mito; Bin Laden ha sido asesinado por los gendarmes de la libertad y la paz mundial en virtud de un mundo más seguro. Al mismo tiempo, se incrementan todos los niveles de alerta ante el temor de  atentados perpetrados por los soliviantados secuaces del feroz bellaco como represalia.

Más paradójico aún es la reticencia del gobierno encabezado por el premio Nobel de la Paz, Barack Obama, a mostrar imágenes del cuerpo inerte del hombre más buscado (y odiado) de todos los tiempos, de acuerdo a un pudor incomprensible que, sin embargo, no impidió que fuese retransmitida en directo la ejecución de Saddam Hussein, el enemigo pretérito del mundo civilizado. Para evitar suspicacias, las fuerzas de inteligencia (¿?) norteamericanas se han afanado en distribuir animaciones digitales del acontecer de los hechos como si de una gloriosa misión de videojuego se tratase, confiados en erradicar, al fin, a esa macabra figura de las pesadillas de los ciudadanos de bien. Incluso se ha podido ver el instante fotografiado en el que Obama y su lugarteniente Clinton asistían acongojados al asalto del hogar del susodicho villano.

En el panteón de los malignos queda, pues, una vacante entre el tozudo Ahmadinejad y ese extraño ser de rasgos asiáticos llamado Kim Jong-Il, que debe ser suplida antes de que los buenos se queden sin argumentos suficientes para legitimar las cruzadas emprendidas por el bienestar de la humanidad. Y es que hasta nuestro Dios todopoderoso precisa de un antagonista que dote de cierta coherencia a su existencia, un reverso oscuro que se erija como amenaza latente para que los buenos nos desfallezcan en su particular persecución de la virtud en un camino repleto de vicios y placeres lascivos y terrenales.

El mundo se enfrenta, pues,  a una nueva etapa de pacifismo global armado hasta los dientes. Cabría preguntarse acerca de la pervivencia de un sistema que se basa en la implacable ley de la oferta y la demanda y que precisa de numerosos frentes abiertos para dar salida a los excedentes acumulados en un proceso de producción en cadena inagotable. La diestra hipocresía de nuestros gobernantes apenas puede ya disimular la necesidad de la guerra como tabla de supervivencia para las grandes estructuras que sostienen esta quejumbrosa pirámide de mentiras y pesares.

Ya sólo resta conocer quién será el próximo objetivo, la próxima caricatura sobre la que verter todos nuestros miedos y debilidades.

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