Los ciudadanos de las democracias occidentales, atribulados con toda una pléyade de derechos grandilocuentes que legitiman su soberanía, han ignorado durante demasiado tiempo el cumplimiento de una serie de deberes inherentes a este pacto social al que hemos denominado ‘estado de bienestar’. En la época de bonanza, esta responsabilidad colectiva se antojaba tolerable en cuanto las posibilidades que proveía el consumismo más desaforado difuminaban la preocupación sobre esos asuntos. Ahora que la crisis ha removido los cimientos del sistema capitalista sobre el que hemos construido nuestros sueños de grandeza, cabe preguntarse cuáles son las obligaciones de la ciudadanía respecto al mantenimiento de ese sistema; ¿debe la sociedad civil abonar los desmanes de una banca inconsciente?, ¿están obligados acaso a padecer las consecuencias de la incompetencia de su clase política?, ¿es lícito sumirse en el silencio mientras una obscura casta financiera saquea el fruto del trabajo del resto?

Los ciudadanos islandeses se han reafirmado en el rotundo ‘no’ con el que ya condenaron a la primera tentativa de acuerdo el pasado año y muestran su resistencia a adquirir responsabilidades lejos de su incumbencia en detrimento de sus ya de por sí maltratados derechos. El referéndum celebrado ayer en el que se debía aprobar la indemnización de 4000 millones de euros (un tercio del PIB del país)  en 37 años con un 3,3% de interés a Reino Unido y Holanda por el colapso en 2008 del banco en línea Icesav, volvió a mostrar la negativa intransigente de una población hastiada de los excesos de sus banqueros, esos por los que ahora se le exigen deudas millonarias cuya maltrecha economía no puede soportar.

El país más feliz del mundo según los estudios previos al estallido de la crisis financiera, ha presenciado cómo su etéreo estado de bienestar erigido sobre la privatización masiva de entidades y sectores productivos en la década de los 80’s, fue saqueado conscientemente por unas decenas de hombres de negocios y políticos corruptos alimentados por el afán voraz de lucro.

El experimento de hacer de Islandia el mayor paraíso fiscal del mundo, con los activos de sus bancos por encima de la riqueza del propio país, con barra libre en la concesión de créditos, con el despilfarro mayúsculo de los poderosos; finalmente se malogró con el colapso del sistema y la posterior ruina del país. Las cifras de desempleo aumentaron como nunca antes, el PIB se desplomó, la inflación alcanzó cotas inimaginables meses antes como resultado de la devaluación de la corona, las quiebras de los bancos se sucedieron. El sueño, al fin, se desvaneció.

Ahora, los derechos concedidos a sus ciudadanos como los despojos sobrantes del opulento banquete celebrado a su costa, se les niegan en favor de unos deberes contraídos por la quiebra de un banco fraudulento por el que 300.000 ahorradores británicos y holandeses perdieron su dinero tras haberse lucrado durante años de sus beneficios de alto riesgo. Islandia se enfrenta, pues, a una encrucijada en la que debe sortear tanto la depresión económica que atraviesa y sus dilemas consustanciales, como la amenaza de los países a lo que ‘adeuda’ miles de millones a interponerse en su ingreso en la Unión Europea.

Mientras tanto, la población se niega a claudicar en la defensa consciente de sus derechos democráticos a pesar de las consecuencias inciertas de su decisión en el frágil sector económico del país. Los tribunales de justicia europeo dictarán veredicto en la contienda tras la imposibilidad de un acuerdo que desestabiliza la coalición gobernante en el país nórdico. La revolución islandesa continúa con paso firme ante la admiración entregada del resto de democracias occidentales, igualmente raptadas en su capacidad de decisión, aunque aletargadas por el discurso vacío de los derechos que supuestamente gozamos. Resulta kafkiano que un país, que unos ciudadanos, deban pagar por la temeridad de una entidad privada alojada en otro país. La moraleja es clara y concisa; siempre pagan los mismos.

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