“Este sueño ya lo he vivido”. Todos lo hemos vivido en realidad. Como un dèja vù macabro que regresa a nuestra consciencia desde las profundidades de la historia y el sentir latente de la humanidad, asistimos a la amenaza del fin, al temor de una realidad frágil y tenue que se escapa ante nuestra soberbia, al igual que el mítico director de cine japonés Akira Kurosawa plasmó en sus Sueños con una clarividencia ahora desvelada. Más allá de fantasías oníricas sin coherencia o carentes de verdad, Kurosawa expresa sus miedos más hondos en un lenguaje críptico pero a su vez implacable con los que pretende configurar el recorrido vital del ser humano en pasajes teñidos de una desconfianza evidente hacia su propia irresponsabilidad pero rematado con una esperanzadora y pertinente vuelta a los orígenes.

 

La catástrofe nuclear retransmitida y paulatinamente desencadenada en la central japonesa de Fukushima que estamos presenciando a través de imágenes y artículos que fluyen sin cesar a escala internacional ante el desasosiego de autoridades y ciudadanos conscientes de su gravedad, nos remite directamente a ese sueño apocalíptico de Kurosawa en el que el Monte Fuji tiznaba el cielo de rojo e impelía a los asustados habitantes a precipitarse hacia el acantilado de su propia destrucción. Tras el desastre, sólo quedaba el infierno, el martirio eterno de una raza que había jugado con su poder, que había claudicado en su defensa de la razón a favor de una ambición irrefrenable y lucrativa a corto plazo pero de unas consecuencias previstas e ignoradas al mismo tiempo.

Todo ello, al fin y al cabo, estaba arraigado en el imaginario colectivo de una sociedad que había padecido las bombas nucleares de Nagasaki e Hiroshima y sus terribles repercusiones en la salud de los supervivientes. Era un sueño vívido, enraizado en el miedo visceral de todo un pueblo. Ahora, aunque por condicionantes diferentes, el caos de vuelve a cernir sobre Japón y ese sueño vuelve a manifestarse con demasiada intensidad, se reedita en unos planteamientos muy similares a los exhibidos y advertidos por Kurosawa, como una profecía que nadie hubiese deseado verla cumplida: el temor a  la ruina, a la devastación, suscita la ruptura de toda una farsa construida en torno a los manidos ideales del progreso y la supuesta omnipotencia del ser humano.

En este punto, nos encontramos en la dicotomía del ser o no ser, cuestión aparentemente sencilla de resolver pero enormemente controvertida a la hora de actuar. ¿Debemos continuar este camino de desenfreno, de irresponsabilidad, de felicidad incierta y aparente y nos menos falsa por su aceptación, o quizás, tal y como nos sugiere Kurosawa, volver adonde ya estuvimos, al seno de donde jamás deberíamos haber salido? Un hecho incontestable es que este ciclo ha sido agotado, hemos topado con los límites de nuestro propio poder, ya no controlamos nuestros actos, y su arbitrariedad amenaza con destruir todo.

Por el momento, la clase política internacional ha mutado en su percepción de la energía nuclear y la sociedad se ha esforzado en propiciarlo; el partido político ecologista de Alemania ha logrado su primera victoria importante en las elecciones regionales del domingo, algo que se une al auge de las protestas de diferentes colectivos contra las centrales nucleares en toda Europa, incluidas las de España, donde numerosas manifestaciones han exigido el debate político en torno al cierre de Garoña y otras plantas. La ciudadanía tiene la palabra para negarse a ser conducida hacia el fin de nuestros días; es nuestra responsabilidad, nuestro deber ante las generaciones presentes y  futuras. Dejemos que todo sea un sueño lejano, dejemos que el miedo se vaya desvirtuando con el tiempo, que sea un recuerdo jamás reeditado.

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