La soberbia con la que se ha blandido la bandera del implacable desarrollo humano y la pretendida omnisciencia de su poder sobre el entorno, ha sembrado una percepción equívoca en la mentalidad de las civilizaciones más avanzadas. Ese sentimiento de invulnerabilidad, de tenaz resistencia ante los peligros que acechan más allá de las disputas entre iguales, se asienta en una fe irracional por la infalibilidad del ser humano que, a su vez, posibilita el mantenimiento de un estilo de vida que prima la posteridad, la ambición y el materialismo sobre la reflexión acerca de nuestra humilde y fútil existencia en el mundo.

 

Una catástrofe natural de las dimensiones del terremoto que ha asolado Japón y que se ha dejado sentir en la mayor parte de países bañados por las aguas del Océano Pacífico, nos devuelve a esa realidad hostil, inclemente y omnipotente en la que estamos insertos; una naturaleza que no puede ser domeñada, ni siquiera controlada por la fingida superioridad intelectual de una civilización enrocada en su particular torre de marfil.

La marea impetuosa llegó al primer mundo y devastó todo aquello que encontró a su paso. De poco valieron las modernas infraestructuras del país mejor equipado frente a su realidad cotidiana; los terremotos. Las imágenes de los coches naufragando por las calles de las ciudades sumergidas, de casas enteras siendo arrastradas por la fuerza indómita de la corriente, de los rascacielos cimbreándose temerariamente sobre sus cimientos; muestran la paradoja de una catástrofe brutal, incontenible e ingobernable que ha golpeado a la segunda (desde hace algunos meses tercera) potencia económica mundial y emporio tecnológico por excelencia.

Hace algunos años, el mundo quedó sobrecogido con el tsunami que desoló buena parte del sureste asiático, sin embargo, la sensación suscitada entre la población de occidente era la de que esa desgracia no podía ocurrir aquí, en nuestras prósperas urbes de cemento y alquitrán. Ni siquiera podía ser concebido el hecho de que ciudades enteras desaparecieran de la faz, que cientos de miles de personas feneciesen en el más absoluto silencio absorbidas por el mar, que la ‘normalidad’ de nuestras vidas se viese interrumpida por un desastre imprevisible. Resguardados en nuestra vana sensación de seguridad, contemplamos el dolor ajeno desde la cúspide de una atalaya con los cimientos demasiado débiles para tolerar las embestidas de una naturaleza a la que se debe respetar como verdadera regente de nuestros destinos.

Produce pavor el cataclismo que Japón está padeciendo, más aún cuando la amenaza nuclear permanece viva y ajena a la supuesta infalibilidad de sus sistemas de seguridad (el debate sobre la energía atómica cobra ahora mayor fuerza). Y es que el ser humano no tiene la potestad de ratificar nada bajo una certeza irrebatible. Tan sólo la muerte. La vida, la subsistencia como especie, será más plena cuanto menos soberbia. Si aceptamos el carácter insignificante de nuestro andar terrenal, los embates de la naturaleza serán menos cruentos en cuanto estemos preparados ante su arbitraria disposición.

Mientras tanto, sólo queda compartir el pesar con ese territorio devastado que es Japón.

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