La calle es esa escuela en la que no hace falta matrícula para entrar; bandolera, decana, y a veces incluso dueña de nuestras vidas, academia de asfalto y esquinas en las que no hacen falta ni libro ni cuaderno, ni lápiz, ni goma; solo es preciso tener los ojos bien abiertos y ser capaz de captar todo cuanto suceda a nuestro alrededor, para que de esta forma nos empapemos lo antes posible de las verdades de nuestra existencia.

 

Es la que me ha adoctrinado en algunas cosas buenas, y en un montón de cosas malas, me ha mostrado luces y sombras, me ha engañado por la noche; me ha entregado todo lo que tengo y me ha enseñado lo que quiero tener, porque para eso es sabia y posee en sus aceras el tan ansiado secreto de la eterna juventud.

Pues bien, esa calle, esa misma calle llena de pícaros y golfos, de compás soberano nacido en los barrios, se engalanará dentro de unas semanas como manda Sevilla en sus cánones no escritos pero bien sabidos por todos, se vestirá de vida y de muerte, de lágrimas y de silencio, puesto que será escenario de la Pasión de Cristo, que aquí se convierte en pasión de todo un pueblo que se echa a la calle para mostrar cuan grande fue la injusticia cometida con aquel reo de Nazaret.

Y la calle en ese momento dejará de ser calle porque se convertirá en un mundo aparte, y en cada casa los balcones lucirán colgaduras, se vestirán de domingo y palmas, al igual que los sevillanos; de capa y de cola, de ruán y esparto, como ya lo llevamos haciendo desde tiempos inmemoriales porque así lo quisieron nuestros antepasados y así lo queremos nosotros.

Durante siete días la calle será nuestro punto de encuentro, y en ella aprenderemos un año más algo que no debemos olvidar, que las tradiciones son leyes y las leyes son sagradas.

La más dulce de las esperas ha comenzado, y aquí la iremos viviendo y contando.

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