paco ramos 30122015

Los viejos lobos de mar descansan en ajadas barras de madera de algún bar de barrio donde la cuenta de los vinos aún se escribe a tiza y el suelo está regado de serrín.

Suena el repiqueteo de las fichas de dominó sobre las mesas y puebla el lugar un intenso olor a vino fino Manzanilla o Moscatel dulce.

No sé cómo llegué a parar a aquellas aguas, seguramente empujado por la violenta fuerza de la marea de una historia que contar, de esas que te atrapan, que te eligen y te subyugan hasta que brotan en forma de pulsaciones de teclas. Y lamenté, maldije a ese día por no haber llevado conmigo el cuaderno de notas que siempre me acompaña, pero pensé que quizás no lo requiriese, que el día no fuese propicio.

Llegué queriendo pasar desapercibido a la barra, como si no mirar a los parroquianos fuera condición para que ellos tampoco me mirasen y no reparasen en el anónimo que hoy invadía su espacio de ocio y recreo, aquel espacio que venía a llenar tantas horas vacías de barcos enviados para siempre a varadero.

Pedí un refresco con voz baja y cierta vergüenza, y cuando aún no me había bebido la mitad de mi vaso se acercaron dos hombres menudos, risueños pero con la mar a sus espaldas. El primero parecía llevar la iniciativa, el segundo se dejaba llevar. Con un pronunciado acento gallego, me dijo:

– ¡Buenos días! Usted es el escritor, ¿acaso no se acuerda de mí? Nos presentó Pedro. ¡Sí hombre!

Y claro, claro que me acordaba. Era Eugenio, viejo gregario del mar, patrón de barco de pesca, o así me lo presentaron. En su adolescencia, sesenta años ha, recorrió España desde el pequeñito puerto de Bueu, haciendo autostop entre camiones portando un colchón consigo, hasta arribar a Cádiz con la idea de enrolarse en un pesquero que dirigiese su rumbo a caladeros más plácidos que los del Mar del Norte y Gran Sol, donde tantos paisanos habían perecido faenando.

El incordio del principio pronto pasó a fascinación. Eugenio conversaba de una manera tan ágil que apenas daba tiempo a interrumpirlo. Y jamás lo hubiera hecho. Venían a contarme que ambos habían empezado a escribir.

Su fiel escudero se resguardaba a su espalda permaneciendo atento a la conversación, asintiendo con la cabeza a veces. En voz queda, Eugenio me dijo que padecía un tumor en el cuello que presionaba sus cuerdas vocales haciendo que su voz apenas sonase con un hilo ronco.

Sin casi haber tenido tiempo para haber sido formados en una escuela siendo niños, con las cuatro reglas básicas de las matemáticas y la grafía de las letras sin pautas ortográficas, aquellos dos gallegos querían plasmar de sus propias manos la historia de sus vidas, sus viajes y batallas con el mar, sus tensos momentos capturados en algún país del norte de África esperando la mediación del Estado mientras sus familias se desesperaban día tras día, los duros embates de las olas contra el casco que amenazaba con romperse en alguna noche de tormenta. “Queremos que nuestros nietos sepan quiénes han sido sus abuelos”, me dijo Eugenio con los ojos emocionados, brillando a mar.

Durante un tiempo quise enseñarles, trabajar con ellos, ayudarlos a la mejor manera de afrontar aquellas vidas novelescas cuyo ocaso eran sus interminables partidas de dominó.

Serafín acudía al aula, algunos días, después de haber sufrido sobre su cuerpo la dura carga de la quimioterapia por la mañana en una fría sala de hospital. Leía sus textos, se empeñaba en leerlos pese al empuje de aquel terrible tumor sobre sus cuerdas vocales. Su tez amarilla, de aquellos fármacos que destruían su cuerpo, contrastaba con el brillo de aquellos ojos pequeños con los que me miraba cuando un día tras otro me sorprendía con una nueva historia que había conseguido hilvanar a través de sus recuerdos. Era en esos días de quimioterapia, cuando más trabajo le costaba mantener la vida sobre su banqueta, cuando Serafín, al acabar la clase, me pedía permiso para contar un chiste. “Uno cortito”, decía. “Iban dos y se cayó el del centro”. Y, aunque fuese malo, a todos nos arrancaba una risa sincera al ver como aquel hombre se deslizaba con gracia entre las olas sorteando una nueva marejada.

Eugenio y Serafín encararon un taller de escritura con un límpido espíritu de aprendizaje. No sabían, no se imaginaban, que eran ellos los que nos daban a nosotros una lección sobre la vida.

La vida nutre de contenido a la literatura, pero también hay vidas cuya grandiosidad no caben entre las páginas de ningún libro, aunque sirvan para honrar la memoria que dos abuelos quieren reservar para sus nietos.

Nace en Cádiz en 1981 y estudia Filología Hispánica entre la UCA y la UNED. Actualmente dirige los talleres de Escritura Creativa de El fontanero del Mar Ediciones. Organizador del festival poético...