Infancia, divino tesoro; más preciado que las perlas, tan valioso y codiciado como el oro, infancia que no entiende de venenos ni de dimes y diretes; infancia que únicamente aporta su ilusión y sus ganas de participar en la Semana Santa como solo los niños pueden entenderla, sin protagonismos ni aires de grandeza; desde los primeros tramos, abriendo nuestros cortejos, dónde no se escuchan las bandas y sólo se oye un murmullo de espera en las aceras.

Son la semilla, el fruto de nuestras enseñanzas, de nuestras tradiciones, el futuro que ante todo está siendo el presente, porque ahora es cuando empiezan a hacer suya esta fiesta, a sentirla y a vivirla a flor de piel, esperándola impacientemente, contando los días que faltan para ver su túnica planchada y colgada de la puerta de su habitación, lista para ser enfundada en una tarde cualquiera de nuestra semana mágica.

Qué escalofrío se siente al echar la vista atrás, y recordar como fue aquella primera vez en la que sostuvimos de manera nerviosa un cirio entre nuestras manos, deseando encender su mecha para dar cera a todo aquel que nos la pidiera, o el momento en el que regalamos nuestra primera estampita, con la misma ilusión que la de ese otro niño que la recibía con una sonrisa nerviosa.

Qué escalofrío se siente al pensar que esa inocencia que ellos ahora poseen, se irá deshojando con el paso de los años, aparcándose en una esquina de la alacena, esa misma esquina en la que se quedan el capirote y la capa cuando ya nos están pequeños, en la que se amontonan pares de guantes que ya no volveremos a colocarnos, y en la que se quedarán para siempre aquellos recuerdos de un tiempo pasado, que a veces debemos evocar los mayores, para transmitirles a nuestros pequeños lo verdaderamente importante, vivir la Semana Santa de manera que parezca que el tiempo no transcurre, que se encuentra detenido, para que todas las veces sean como esa primera vez.

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