Posee la flor de azahar el don de la ubicuidad dentro de la ciudad de Sevilla, puesto que no hay un rincón de la misma que escape a su fragancia y a su aroma, al blanco de sus pétalos, al conjunto que sus ramilletes componen y que arrebatan la atención y la mirada de todo aquel que pase bajo las ramas de uno de tantos naranjos que arropan y dan color a nuestras calles y plazas.

Es la huella de la primavera, la señal de que llegó la época soñada, ese tiempo en el que toca agudizar los sentidos, cerrar los ojos y dejarse transportar por las sensaciones que nos ofrece cada esquina, cada momento que vivamos durante la semana que tanto ansiamos que llegue y que nunca queremos que termine.

Desde su palco de excepción, el azahar sevillano contemplará la apertura de las puertas del Salvador el Domingo de Ramos, presenciará como asoman los pasos por la Puerta de Palos y acompañará su caminar por la Plaza Virgen de los Reyes en las tardes de murmullo y en los momentos de riguroso silencio, esos en los que sobran las palabras porque no hay palabras que definan ese instante; enmarcará a la perfección el tránsito toda cofradía que asome por Doña María Coronel, entremezclando su olor con el del incienso, purificando aún más si cabe el aire, ese aire que todos contendremos cuando escuchemos de lejos sonar la campana del muñidor de la Mortaja en la oscura noche del Viernes Santo en la que prima el recogimiento.

Y cuando el viento caprichoso acaricie sus hojas en mañanas como esta, los naranjos nos dejarán la mayor de las sinfonías, la que anuncia que ha llegado ya la primavera, y con ella, la Pasión de Cristo y las ganas de que concluya definitivamente esta espera en la que la cuaresma nos tiene sumidos.

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