parody-6-julio-2016

Probablemente la cuestión más trascendental del ser humano, imposible de contestar con seguridad, que nos lleva sin quererlo a la creencia, a la imaginación o al escepticismo  más absoluto, sea la de dar respuesta al sentido de la vida. ¿Para qué estamos aquí? ¿Y por qué?

Algunos creen que somos un plan urdido por un ente superior que controla los resortes de la vida, que pone tormentas y tempestades  en la tranquilidad, así como sosiego y bonanza en el caos, según su propio e incomprensible criterio.

Que ayuda si se lo pedimos, que nos hace más caso si nos arrodillamos o que vigila nuestro comportamiento para comprobar que se ajusta a lo que dicen unas escrituras. No tendríamos más papel que el de los actores ante un estricto director.

Hay quien dice que el sentido de la vida es vivirla, o sobrevivir, sin más, que estamos hechos para resistir, aguantar todo lo que nos venga encima. Cuando creemos haber llegado al límite, siempre nos queda un poco más, nuestro cuerpo se recompone, coge fuerzas de aquí, las redirige allá, y perdura.

Vivimos porque resistimos, vivimos para sobrevivir, y para, más tarde, traspasar nuestro material genético a la descendencia. Pero la experiencia de tal supervivencia, materializada en dolor, pena, sufrimiento o cansancio, nos hace adoptar la estrategia de evitar tropezarnos de nuevo con lo que creemos que pudiera volver a traernos esos sentimientos, haciéndonos, a medida que crecemos, más conservadores, más prudentes, más miedosos ante lo que nos saca de la costumbre, de la tradición, de nuestra manera habitual de actuar.

Eso nos recluye cada vez más, nos hace sedentarios cuando éramos nómadas, nos hace precavidos cuando éramos aventureros, nos hace mayores cuando éramos jóvenes. La seguridad máxima que nos da nuestra zona de confort nos proporciona objetivamente más años de vida, pero a costa de mantener encerrado entre cuatro paredes mentales el verbo que da sentido a nuestra existencia: BUSCAR.

Y es que no somos otra cosa que buscadores, es lo que tenemos en nuestro interior al nacer, en nuestro ADN, ese que pasamos a nuestros hijos, ese que llega a cada uno de nosotros antes de ser contaminados por la comodidad. Buscadores de cariño, de amistad, de amor, de aventura, de justicia, de conocimiento. Buscadores de algo, buscadores de todo.

Una búsqueda que los años aplacan hasta olvidarla, haciendo ver peligroso lo que antes considerabas necesario, adoptando el papel de espectador cuando antes te postulabas de  protagonista, prefiriendo que sea el otro el que lleve a cabo lo que no habrías dudado hacer años atrás.

Eso es lo que quizás explica las incomprensibles palabras que el padre de Miguel Hernández, el gran poeta que vivió en los tiempos donde tan complicado resultaba sobrevivir en España, cuando cada pequeña acción o circunstancia te decantaba directa o indirectamente hacia uno de los dos bandos, soltó al enterarse que su hijo había muerto en una cárcel de Alicante en 1942. “Él se lo ha buscado”, sentenció.

¿Existe una frase peor que un padre pueda decir de un hijo? ¿Se puede cercenar más la creatividad de la juventud fabricada a partir de la propia búsqueda vital que con el juicio inmisericorde del sedentario adulto?
Hazme un favor, nunca dejes de buscar. Me lo enseñó el cruel padre de un poeta, que no entendió que la búsqueda nunca lleva a la muerte, sino a la mejor de las vidas: la vida con motivación.

Biólogo de formación con filósofa deformación, escritor, autor de la novela 'La soledad del escribido' y del blog 'Mi Mundo Descalzo', ha sido infectado por dos moscas ciertamente peligrosas: una,...