Fue entonces cuando tomó el relevo el hombre, y empezó a utilizar los recursos de los que había sido dotado, a familiarizarse con sus capacidades, y a pretender cumplir sus expectativas. La primera y fundamental fue dejar de utilizar, para los casos de más compleja resolución, la herramienta más importante y diferenciadora de la que había sido dotado: el cerebro.

Decidió utilizar el corazón, se dejó llevar por el sentimiento en lugar de por la razón. El sentido de la vida, las relaciones de familia, de pareja y de amistad, las interacciones con otros lugares lejanos, la confianza o no en los desconocidos, la delimitación de lo justo y de lo injusto… todo eso y más pasaron a ser decisión de la parte más sentimental del cuerpo humano, en detrimento de la más racional, y eso dio pie a la formación del mundo normal y corriente al que estamos acostumbrados

A partir del séptimo día, mientras el Creador estaba descansando, el hombre se dio cuenta de su superioridad mental, con la que podía dominar a las demás especies del planeta creyendo que estaban a su entera disposición, y de los beneficios de utilizar la fuerza física, a través de la cual conseguía controlar a sus propios congéneres. Se familiarizó con el poder, y creó el dominio de unos hacia otros, así como la opresión, la violencia y el egoísmo.

Creó la justificación de todas aquellas actitudes, revistiéndolas de legalidad. De esa manera podían ser defendidas rápidamente actuaciones que cualquier cerebro medianamente versado habría considerado injustas. Se esmeró en la creación y propagación de dos conceptos fundamentales: “nosotros” y “ellos”, conceptos que darían la oportunidad a la gente de identificarse más estrechamente con el grupo al que pertenecían, y de desear que ese grupo siempre estuviese por encima del otro.

Esos “nosotros” y “ellos” derivaron fácilmente en “buenos” y “malos”, lo cual dio razones para llevar a cabo las más crueles acciones de unos hacia otros bajo la justificación de que nosotros vamos por el buen camino, y ellos por el erróneo.

Y cuando ya parecía que todas las clasificaciones posibles estaban hechas, que no había nada que se saliese de seres vivos o inanimados, de animales u hombres, de nosotros o ellos, el hombre dedicó sus últimos esfuerzos creadores a desarrollar un nivel de diferenciación mayor: las clases sociales. Distribuirían los recursos de la Tierra entre las personas de manera no equitativa, de forma que unos tuviesen mucho y otros muy poco.

Justificaron la necesidad de ello en el sentido de que así los que tenían mucho podían ser los encargados de repartir su riqueza en forma de trabajo a los que tenían poco, y que eso provocaría que a los que tuviesen poco les cayese algo de las sobras de los que nadaban en la abundancia.

Revistieron la situación de inevitable: el mundo había sido así desde el principio, y no podría ser jamás cambiado. Unos tendrían más de lo que podrían gastar en toda una vida, y otros tendrían menos de lo que necesitarían para unos pocos días; unos mandarían y otros obedecerían; unos podrían vivir sentados cómodamente en su asiento con los pies en la mesa, y el resto estaría obligado a vivir con los suyos bien asentados en la tierra; unos podrían imaginar, y el resto estaría condenado a la realidad. Y así, desde la distancia, algunos seres humanos vieron cómo otros de su misma especie fueron felices y comieron perdices.

Biólogo de formación con filósofa deformación, escritor, autor de la novela 'La soledad del escribido' y del blog 'Mi Mundo Descalzo', ha sido infectado por dos moscas ciertamente peligrosas: una,...