Estábamos quietos sin inmutarnos, con esa expresión tan característica de fingir escucharnos, pero cada uno en nuestro mundo. Me preguntaba si quizá los dos pensábamos lo mismo, o solo era yo la que seguía dándole vueltas a las mismas cosas. Yo permanecía de pie mirándole fijamente con los brazos colgando a lo largo de mi cuerpo y las manos enlazadas.

A Teo yo lo amaba como se ama el invierno esperando la primavera. Su personalidad fría y distante escondía un carácter pasional y aventurero que, de cuando en cuando, afloraba produciendo en mí una dependencia demoledora. Me daba droga pura y yo me aferraba a él desesperadamente. Eso sí, intentábamos no cabrearnos. Nuestro objetivo como pareja era complacernos, intentando que nuestra relación no se convirtiese en una copia de las tradicionales familias que tanto detestábamos. Un objetivo obsoleto en una relación quemada en el incendio de la rutina y el conformismo.

Pero yo no podía dejar de pensar en aquella pelea, nos dijimos cosas horribles, de esas que se piensan cuando estás muy enfadado y después te arrepientes. Y ahora estaba ahí tranquilo, lejano, distante, su cuerpo vacío de él. Y yo tenía tanto que decirle…

Para colmo era viernes y eso me sabía mal, nuestra salida era obligatoria, formaba parte de aquello que nos diferenciaba del resto. Así nuestra relación pasase por malas épocas, o tuviésemos cuarenta de fiebre, nosotros éramos de los que salíamos los viernes.

Pero ya no éramos los de antes de la pelea. Ni los de después. Ya no éramos los que decidimos acompañarnos en el camino de la vida hace tanto. Éramos un borrador de un cuento sin corregir.

— No pienso que sea buena idea —dije tras verle entrar con los papeles de la matrícula—. ¿Lo vas a hacer?

— Todavía no sé. ¿Por qué?

— Tenemos facturas —contesté—. No llegamos a fin de mes…

— Pues tendremos que apretarnos el cinturón. Cariño, necesito hacerlo. ¡Quiero tu apoyo!

— Paso de ti y las estupideces. No apoyo estupideces. ¿Y nuestros planes, nuestro futuro…? ¡Somos dos! Creía que éramos un equipo.

—Coño, pues no lo hagas y déjame vivir mi vida.

— ¿Tu vida? ¿Eso es lo que quieres? ¿Yo no soy tu vida? Te vas a quedar sin salir los putos viernes. Al menos conmigo —Los insultos que siguieron a continuación y la maldad sin pulir de mis fétidas entrañas, dejaron un halo oscuro y tenebroso de desprecios y rencores, rebotando por las paredes de la casa. Como una maldición que Teo pareció ignorar.

Y lo hizo. Cada tarde después de comer se duchaba, se quitaba el mono azul del taller en el que trabajaba a media jornada, se ponía un pantalón vaquero y el jersey verde de cuello ancho, cogía la bici y se iba a la facultad.

Teo había vuelto a estudiar. Y nos convertimos en compañeros de piso. Regresaba a casa casi a las diez de la noche. Me encontraba acostada leyendo o viendo la tele en el dormitorio. Lo vi crecer rápidamente, exhibiendo sus proezas académicas, intentando incluirme en sus planes. Mientras, yo, resentida por la estúpida pelea, fui refugiándome en mi patética dignidad, ignorando sus propuestas como castigo de una divinidad mutilada de poder.

— ¡Hola, mi vida! ¿Ya has cenado? —preguntaba besándome en la frente con sus labios fríos y vivos, desprendiendo un dulce olor a lápices chupados.

— ¡Ajá! —respondía yo, sin mirarlo—, y también he sacado al perro. —le lanzaba, sentenciando.

Cuando le dije todas aquellas cosas horribles no pensaba que nos encontraríamos en esta situación tan difícil.

Aquel jueves por la noche, de camino al parque, Bruno se había parado unas cuantas veces. Las perras de la ciudad estaban en celo, y mi intención de hacer ejercicio quedó sembrada por tirones de correa en calles sembradas de feromonas perrunas. Esa noche en el parque presté atención a una pareja sentada en un banco. Ella subía el dorso de su mano por la mejilla de él, hasta la sien, para bajar las yemas de los dedos por el otro lado. Él la miraba. No se dieron cuenta de que Bruno levantó la pata en el respaldo del banco, ni de que yo los miraba con el alma derrotada. Después, corté unas flores del Árbol Del Amor, disimulando. Las metí en el fondo del bolso dentro de una bolsa de papel. Al volver a casa del paseo nocturno con Bruno, el perro se movía nervioso persiguiéndome por la casa, miré el reloj de la cocina, las diez y media, me quité las zapatillas de deporte mientras el perro mordisquea los cordones de los botines. Había oscurecido, pero todavía hacía buena temperatura para caminar y hacer un poco de ejercicio, por eso nos retrasamos un poco.

Llené el bebedero de Bruno de agua fresca y le puse pienso en el comedero. Preparé dos ensaladas de lechuga, tomate y cebolla, un plato de queso y un cuenco con picos. Metí una litrona en el congelador y puse las flores en el centro de la mesa, dentro de aquella botella azul.

No hacía tanto tiempo de esa ruta en bicicleta por la Sierra Norte.

— Puede que empiece a llover —dijo Tano—, o puede que nos libremos de aquellas nubes negras, pero vamos a darle caña por si acaso.

Pedaleamos con todas nuestras fuerzas. Estábamos en forma. Pero empezó a llover fuerte y paramos en una venta.

– ¿De dónde venís con la que está cayendo? —Dijo el camarero mientras nos daba unas toallas.

— ¡Qué día hemos elegido para coger las bicis! — Contestó Tano.

Me puse la toalla en la cabeza, acercándome a la chimenea encendida para secarme.

— Cariño, vamos a comer aquí. Tienen habitaciones. Descansamos y pasamos la tarde tranquilos, ¿te parece? —Le dije, señalando una mesa para dos cerca de la ventana.

Comimos arroz con pato, bebimos vino de la casa en una botella de cristal azul, la misma en la que ahora estaba poniendo flores del Árbol del Amor. Y pensé en cuánto nos amábamos, en cómo nos abrazábamos y en cuándo hacíamos el amor. Y entendí que los sueños son posibles sólo cuando buceas en ellos. Y admiré a Tano, envidiando su determinación y su esfuerzo.

Y odié el modo en el que yo permanecía sostenida en el resentimiento, sin ningún sentido. Y recordé cómo lo esperé esa noche, impaciente y temerosa de que me hubiese abandonado. Y me imaginé llorando y suplicándole que volviese. Y recuerdo el temor y los celos de imaginarlo con otra mujer en la cama, y la impaciencia para recuperar el tiempo perdido, simbolizado por la litrona que reventó en el congelador. Y en cómo se paró el mundo cuando sonó el teléfono…

En eso estaba pensando, cuando el cura dijo:

— ¡En pie!

Lo miré y le hice a Teo un gesto con la cabeza, indicándole de nuevo con un movimiento de la frente, rápido y conciso, pero él no quería oírme, ni mirarme. Todos estaban sentados en los bancos marrones y alargados. Al oír al cura se levantaron.

Todos, menos tú y yo. Estábamos quietos sin inmutarnos, con esa expresión tan característica de fingir escucharnos, pero cada uno en nuestro mundo. Me preguntaba si quizá los dos pensábamos lo mismo, o sólo era yo la que seguía dándole vueltas a las mismas cosas. Yo permanecía de pie, mirándole fijamente con los brazos colgando a lo largo de mi cuerpo y las manos entrelazadas. Esperando obtener un signo para seguir adelante con lo nuestro y tú ignorando el puente extendido.

— ¡Maldita sea! Ni en su propio entierro es capaz de mover el culo! —Exclamé.

Mis hermanas dieron un salto desde el banco desde el que nos observaban en primera fila. Me flanquearon. La pequeña acomodó su mano izquierda en mi hombro derecho. La mayor pasó su brazo izquierdo por mi espalda y me cogió por la cintura.

Entonces empecé a reír sin parar. Casi sin aliento. Carcajadas salían de mi garganta y el esfuerzo por respirar me hacía retorcerme hasta acabar de rodillas golpeando el suelo, con mis hermanas acompañándome en el concierto de risas descontroladas, repentinas, agresivas, compulsivas.

Tras ejercer como psicoterapeuta durante quince años, es Master de Escritura Creativa por la Universidad de Sevilla. Leer y escribir le brindan la oportunidad de entender el mundo a través de la vida...

4 respuestas a “La Pelea”

  1. Fantástica como siempre!!!! Consigues tenednos en ascuas hasta el final de la historia. Me encanta.

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